1 jul 2009

San Bernardo

SAN BERNARDO

EL ÁRBITRO DE EUROPA

ÍNDICE

I. UNA MUERTE EN DIOS

II. EL ALMA DE UN ADOLESCENTE

III. EL CONVENTO DE LOS "CISTELS" DEL SAONA

IV. AL SERVICIO DEL IDEAL MONÁSTICO

V. CLAIRVAUX, EN EL VALLE DE ABSINTHE

VI. IRRADIACIÓN DE BERNARDO Y CLAIRVAUX

VII. BERNARDO, SUPERIOR DE LA ORDEN

VIII. EL HOMBRE ENTERO

IX. LA VIDA EN DIOS

X. LA OBRA ESCRITA

XI. EL HOMBRE "COMPROMETIDO"

XII. LOS "ASUNTOS DE DIOS"

XIII. EL DEFENSOR DE LA FE

XIV. BERNARDO FRENTE A ABELARDO

XV. HOMBRE DE ESTADO

XVI. EL CISMA DE ANACLETO

XVII. LA SEGUNDA CRUZADA

XVIII. UN CRISTIANISMO DE CABALLERÍA

XIX. SAN BERNARDO Y EL ARTE DE SU ÉPOCA

XX. LAS BODAS CON EL ESPOSO

XXI. CUANDO LA O.N.U. SE LLAMABA CRISTIANDAD


PARA CONOCER A SAN BERNARDO

I. LOS TESTIMONIOS

II. OBRAS PRINCIPALES




I

UNA MUERTE EN DIOS

Hace ocho siglos, el 20 de agosto de 1153, alrededor de las nueve de la mañana, en el convento de Clairvaux, escondido en una hondonada de la meseta que une la Champaña con la Alta Borgoña, moría en la más completa humildad un monje a quien nada en apariencia distinguía de sus hermanos. Su celda estaba tan desnuda como sus dormitorios. Su traje blanco estaba hecho de sayal tan tosco como el de sus hábitos. Su rostro, sobre el cual el Ángel de la muerte extendió en seguida su majestad, decía suficientemente, tanto por su delgadez como por los surcos que lo labraban, que, de los ayunos y penitencias que eran de regla en su Orden, el asceta que acababa de morir había asumido más de lo debido. Su fin estaba, en verdad, dentro de la línea de su vida: era la renuncia total del verdadero cristiano.

Sin embargo, el rumor de aquella muerte transmitido en seguida a los cuatro puntos de la tierra cristiana, produjo una sensación de inmenso dolor y de inquietud. Porque había desaparecido aquel hombre, le pareció al más humilde de los bautizados que en adelante le iba a faltar alguna cosa en la tierra. Por todos los caminos que conducían hacia este rincón perdido de bosques y páramos, se vio subir a verdaderas muchedumbres. En la puerta del monasterio, hombres y mujeres, familias enteras e incluso niños se apelotonaban. No pudiendo volver a ver al hombre que habían amado, los humildes suplicaban a los monjes, sus hermanos, que les enseñaran por lo menos la mascarilla de yeso que habían moldeado sobre su cara, y permanecían allí, mirando aquel rostro enjuto de mejillas tensas, de arrugas profundas, sobre el cual aún parecía- aflorar el alma eterna, el alma que la muerte no podía vencer. Pedían a los testigos que explicaran sus últimos momentos y cómo, en el instante supremo, habían visto aparecer en su cabecera la más preciada, la más consoladora de las presencias: la de la muy misericordiosa Virgen María, Madre del Salvador, bajada del cielo para recoger el último suspiro de aquél que tanto la había amado.

Y luego, muy pronto -uno de sus más próximos biógrafos lo asegura-, se multiplicaron los milagros sobre su cuerpo, cosa tanto más extraña cuanto que en su vida había hecho muy pocos. Un epiléptico se acercó suplicando y, al momento, se vio librado de su mal. El día anterior al entierro una joven madre logró poner cerca de él a su hijo, cuyos brazos estaban paralizados, y en seguida viole agitarlos, curado. Estos prodigios continuaron aún, cuando ya la tierra hubo cubierto sus despojos, y pronto tan numerosas muchedumbres se dirigieron a la Claire Vallée, que el nuevo Padre Abad, temiendo ver comprometida la amada soledad de su comunidad, no tuvo otro remedio que trasladarse personalmente junto a la tumba y en nombre de la Santa Obediencia prohibir al alma del santo el continuar obrando milagros. Orden terminante a la que, ni que decir tiene, el humilde monje se sometió.

No era sólo en Clairvaux y en los alrededores, ni aún en las provincias de Borgoña y de Champaña, que la gloria de aquel hombre resplandecía. Su elogio salía de los labios más autorizados. El papa Inocencio n había hablado de él como «del muro inexpugnable de la Iglesia». Su sucesor Eugenio In se había proclamado discípulo suyo, su hijo espiritual. Al saber su muerte, Anastasio IV lloró. Al punto, en varios conventos, algunos sabios que le habían conocido se pusieron al trabajo, para transmitir a las futuras generaciones el relato de aquella vida tan ejemplar. La voz unánime del pueblo fiel decía que aquel hombre era un santo.

y la Iglesia muy pronto debía escuchar esta voz. El 18 de enero de 1174, poco más de veinte años después de su muerte, el papa Alejandro In proclamaba el nuevo santo, en unas cartas apostólicas donde transluce un verdadero fervor por su memoria. Y, componiendo la misa que se diría en adelante en su honor, decidió que se leería el Evangelio: «Vosotros sois la sal de la tierra», que está generalmente reservada a los hombres que mejor han servido a Dios con el pensamiento y la palabra, los doctores de la Iglesia. Poco tiempo después, en 1201, Inocencio nI escribía una colecta en la cual llamaba a este hombre «Doctor egregius».

¿Quién era aquél? ¿Quién era aquél cuya figura se alzaba ante su tumba, se imponía inmediatamente al mundo, tan luminosa, tan admirable, tan extrañamente presente? Era un francés de Borgoña, un monje de la observancia cirterciense. Ante Dios y ante los hombres, se llamaba Bernardo.



II

EL ALMA DE UN ADOLESCENTE


Al norte de Dijon, «ciudad de bellos campanarios», el cerro de Fontaines es sólo un espolón de aquel Mont-Afrique donde César hizo acampar sus legiones. Su altura es modesta, pero su cuesta bastante inclinada, y desde la cima de esta otra «colina inspirada» se descubre el panorama ocre de las llanuras del Saona, las cumbres del Jura y, en el remoto horizonte, el destello de los Alpes, de azules reflejos. No muy lejos, hacia el sudoeste, empieza la vertiente borgoñona, de títulos fastuosos, los viñedos de Richebourg, del Pommard, del Corton, los Clos-Vougeot, los Volnay y los Chambertin. Pero el adolescente que, hacia finales del año 1111, pasaba largas horas meditando en las terrazas del castillo tenía pocas miradas para estas perspectivas grandiosas y el armonioso equilibrio de masas y planos; él dirigía su mirada más allá de los esplendores de este mundo.

Tenía tan sólo veintiún años, pues había nacido en 1090, de Tescelin, castellano de Fontaines y de su esposa Aleth, tercero de sus siete hijos. Uno y otro tronco pertenecían a la buena nobleza borgoñona; Aleth, emparentada con los condes de Tonnerre, tenía en sus venas incluso un poco de sangre ducal. Este origen, del cual su modestia nunca se envanecerá, explicaba sin embargo algunos de los rasgos sobresalientes de su carácter: su altivez instintiva, su generosidad y desinterés, su valor al hacer frente a los peligros, también una cierta violencia, hay que decirlo, pero por encima de todo, su exigente sentido del honor, que hará siempre de su conducta la de un caballero.

Esta nobleza de alma se leía en los rasgos de aquel joven, cuya belleza física incontestable era el visible reflejo de su esplendor espiritual. Alto, delgado, seco y pálido, los ojos azules, tenía al mismo tiempo la autoridad de un jefe y el encanto de un ser en el cual el corazón resplandece de caridad. Sus hermanos, sus compañeros, más tarde sus innumerables testigos, habían de decirlo: emanaba de él un prestigio singular, hecho de fuerza y dulzura a la vez, al que era imposible no ser sensible. Una aparente timidez o, acaso, una reserva extremada añadían a su personalidad un toque de discreción y de pudor. Suave y modesto, al mismo tiempo que altivo e imperioso, sabía hacerse amar tanto como se imponía.

Su aspecto estaba tan formado como su carácter. Su madre, Aleth, que quizá tenía para él una secreta preferencia -¿no explicaba que había tenido por su causa, antes de su nacimiento, un sueño profético anunciándole su excepcional destino?-, había empezado, desde su tierna infancia, a educarle con esmero. Cuando llegó el momento de empezar sus estudios, fue a establecerse con sus seis hijos varones en Chatillon-sur-Seine para que tuviera el beneficio de la excelente enseñanza que allí daba una escuela capitular notable, la de la iglesia de Saint-Vorles, que dependía del obispado de Langres. Los canónigos regulares que enseñaban en ella, pedagogos escogidos, distinguieron pronto en el pequeño Bernardo la persona excepcional y lo habían preparado cuidadosamente. El «trivium» terminado -gramática, retórica, dialéctica-, en donde había leído y explicado a Horacio, Virgilio, Ovidio, Cicerón, Lucano, Estacio y Boecio, sin olvidar a los Padres de la Iglesia, sobre todo san Agustín, se había acercado al «quadrivium», pero sólo había tenido de él nociones elementales, por ser llamado bien pronto a muy distinto camino que el de la cultura y de los trabajos del espíritu.

Hacia los dieciocho o diecinueve años, en el alma de aquel adolescente colmado de dones, se desarrollaba una crisis. ¿Era sólo la que podía provocar, en el corazón de tan tentador muchacho, el mundo con sus prestigios? Sin duda los biógrafos han novelado un poco, cuando, para hacer sentir la gravedad de los peligros que tuvo que sobrellevar su héroe, han relatado la historia de cierta mesonera que se habría introducido en el lecho de Bernardo, o también la tentación que la imagen embriagador a de una bella mujer habría puesto en su corazón, tan violenta que, para escapar a ella, se habría arrojado, enteramente vestido, a un estanque helado. La verdad, siendo menos novelesca, debió ser un drama más íntimo.

La crisis que atravesó el muchacho de Fontaines fue sin duda la que en la hora de las almas obscuras conocen, generación tras generación, todos los que tienen alguna nobleza y el deseo de vivir de muy otra manera que según los apetitos e intereses. Apenas salido de los jardines encantados de la infancia, el ser joven choca con el mundo de los hombres, con sus perfidias, sus bajezas y lo que le trastorna y le desespera aún más que el espectáculo de las tristezas que le rodean es comprobar que todo ello, todo lo que le inquieta y le desazona, encuentra no sé qué eco dentro de si mismo, en el fondo de su cómplice corazón. Hay almas adolescentes a las cuales este descubrimiento de la vida hiere para siempre y que nunca toman parte en este compromiso; hay otras también, infinitamente más numerosas: por desgracia, que se acomodan a ello demasiado aprisa y demasiado bien; pero ocurre que, para las naturalezas de calidad más preciosa, este período de tanteamientos trágicos es también el de heroicas decisiones. ,.

Bossuet, en una página célebre del Panegírico que consagra a san Bernardo, una de las más bellas de su obra oratoria, evoca magníficamente a aquel adolescente devorado por el fuego interno. «¿Os diré aquí lo que es un joven de veintidós años? ¡Qué ardor, qué impaciencia, qué impetuosidad en los deseos! Esta fuerza, este vigor, esta sangre caliente e hirviente, parecida a un vino espirituoso, no le permite nada sentado m moderado». Todas estas potencias estremecidas de la juventud, que algunos utilizan para muy otros designios, Bernardo iba a dedicarlas a una causa única, la sola que en verdad merece que se dedique a ella una vida, y la sola locura de la cual su alma aceptaría estar llena sería la locura de la Cruz.

Todo se abría ante él; todo le era posible. Su padre, muy influyente en la corte del duque Eudes, sólo tenía que decir una palabra para que le fuera reservado al más dotado de sus hijos un sitio de elección. Hubiera podido ser también militar, como uno de sus hermanos, o ir a estudiar a las mejores escuelas de Italia, de Francia o del Imperio. Si tenía verdadero empeño en ser hombre de Iglesia, nada hubiera sido más sencillo que obtener que se le diera una abadía, o incluso un obispado. Pero no. Todo ello hubiera sido aún: participar del mundo, entrar en el sistema de mutuas complicidades, de connivencias, que le causaba horror. En su fondo, no era la voz de las ambiciones temporales la que hablaba, sino aquella otra voz, infinitamente secreta e inefable, que, por lo menos una vez en la vida, llama a cada uno por su nombre.

Por otra parte, un ejemplo, el más conmovedor, estaba ante sus ojos y no se alejaba de su memoria: había visto morir en Dios al ser que más había amado. Aleth había sido durante toda su vida un modelo de esposa y de madre, un ama de casa tan abnegada que se la había visto a veces, tan gran dama como era, meterse en la cocina o lavar los platos para ayudar a las sirvientes. Su papel de educadora había sido tal como se ha visto. Su fin había sido el de una santa. Sintiéndose atacada sin remedio, había querido morir en la discreción más extremada, en la más total humildad. Había prohibido que se modificaran las ceremonias de la fiesta parroquial, que tenía lugar aquellos días; había exigido, incluso, según era costumbre, que el clero fuese mientras ella moría, a banquetear en el castillo. En su habitación había recibido la unción suprema y la comunión y había dado con voz declinante las respuestas a los clérigos agrupados alrededor de su cama, salmodiando las letanías de los santos. Éstas son imágenes que un niño no olvida, y Bernardo, de corazón sensible, menos aún que nadie. Hasta su muerte le gustará evocar la imagen de aquella madre ejemplar que la Iglesia proclamaría bienaventurada. La voz que tomó el Señor para llamarlo a su servicio fue indudablemente la de Aleth.

Y es por esto que aquel hermoso joven que meditaba en la terraza de Fontaines no miraba el bello paisaje extendido a sus pies ni soñaba con amores humanos ni con glorias terrenales.

No prestaba atención sino a una mancha obscura, desplegada en la llanura del Saona, donde el espesor de un bosque ocultaba el más modesto de los conventos.



III

EL CONVENTO DE LOS «CISTELS» DEL SAONA

EL domingo de Ramos del año 1098, festividad del santo patriarca Benito -de ello hacía ya catorce años-, un grupo de novicios benedictinos habían salido de su abadía de Molesmes en Borgoña para ir a fundar una nueva casa en un lugar solitario entre los «cistels» -juncos- del Saona. Este monasterio había tomado el nombre, que había de hacerse ilustre, de Citeaux. ¿Por qué aquella partida? ¿Por qué aquella fundación? Para comprenderlo, es necesario colocarse de nuevo en el clima de la época, en aquella extraordinaria animación espiritual que trabajaba el alma cristiana desde hacía casi cien años. La Iglesia, durante los tiempos bárbaros, en aquella época trágica que se extiende desde después de las invasiones hasta los alrededores del año mil, había sido el guía y la salvación de la sociedad en peligro. Luchando obstinadamente, en el seno de las tinieblas ensangrentadas, contra el poder mortal de la barbarie, había trabajado tanto en restablecer un orden temporal como en despertar en el alma de los bautizados las fidelidades adormecidas; en mantener unos elementos de cultura como en salvaguardar unos rudimentos de arte. Pero aquel papel asumido por tantos papas, obispos, santos, monjes, con un heroísmo sublime, no había carecido de peligro para aquella sociedad escogida que se había asignado como tarea la de salvar el espíritu.

Precisamente porque había jugado y ganado tal partida, la Iglesia se había encontrado, queriéndolo o no, asociada a unas estructuras temporales. El feudalismo, que tanto había ayudado a nacer, a fin de oponer una barrera de acero a los desencadenamientos de la fuerza bruta, amenazaba con atarla a ella misma a su sistema de servicios guerreros y de posesión de bienes. El peligro del éxito ha sido siempre uno de los más insidiosos que pueden amenazar el alma cristiana: en el siglo XI, sin duda, aquel peligro no era ilusorio. Prelados, obispos, incluso papas, se inclinaban a pactar con las potencias de la tierra, a cambio de bienes perecederos pero substanciales. Instituciones cuyas razones de existir eran puramente espirituales, se convertían en una especie de coaliciones de intereses. Los poderes laicos intervenían constantemente, indirectamente, y muy a menudo de la manera más perjudicial, en los nombramientos eclesiásticos y en los asuntos de la cristiandad. Todo ello era por demás evidente.

Por otra parte, la vieja ley que sin cesar hace bajar la masa cristiana y hace insípida la sal de la tierra no había dejado de actuar en un tiempo en que testimoniar las virtudes que enseña el Evangelio era cómodo. ¿Cómo no habían de producirse caídas? Incluso consagrados, los clérigos permanecían hombres, que llevaban consigo la misma herida que el resto del rebaño. Las invasiones, los desórdenes que siguieron, habían provocado una verdadera barbarización de la sociedad, de la cual la Iglesia no había podido protegerse totalmente. La violencia, la inmoralidad, que eran usuales en aquellos tiempos, habían penetrado en su seno. y cuando san Bernardo evocará, más tarde, «estos curas dominados por la avaricia, gobernados por el orgullo que despliegan sus abominaciones, incluso dentro del santo lugar», no exagerará nada ni cederá en manera alguna a aquel gusto del énfasis en la vituperación que es a menudo el pecadillo de los predicadores.

Ahora bien, contra las fuerzas de degradación que amenazaban atraerla hacia el abismo, la Iglesia había reaccionado. También es una ley profunda en su historia: siempre que se hace necesaria, una nueva levadura aparece en la masa cristiana, dispuesta a hacerla levantar de nuevo. El espíritu de reforma se había manifestado varias veces durante los tiempos bárbaros: se había encarnado en un san Benito, un san Colombano, un san Benito de Aniano, más tarde en los grandes monjes de Cluny como un san Romualdo o un san Pedro Damián. Pasado el año mil, el movimiento de reforma lanzado por unas selecciones monásticas había sido recogido y desarrollado por algunos papas, en primer lugar el que se había entregado tan apasionadamente a aquel esfuerzo que el conjunto mismo de esta operación ha permanecido en la historia, célebre por su nombre: la reforma gregoriana. Elevado a la silla de san Pedro en el año 1073, el antiguo benedictino de Cluny, Hildebrando, luego Gregorio VII, durante once años y a pesar de las más difíciles circunstancias, había trabajado obstinadamente en tallar, enmendar, corregir y reformar la Iglesia. Esto no había sido sin determinar resistencias, pero sin suscitar también 'admirables impulsos.

La salida de los monjes de Molesmes y su instalación en las marismas del Saona estaban entre las señales de aquel gran impulso que levantaba el alma cristiana hacia un ideal mayor de pureza, de tradición mejor seguida, de más imperiosa fidelidad. Su finalidad no era la lucha contra la simonía y la fornicación clericales, plagas que los grandes papas combatían con el mayor empeño, sino que, más profundamente, buscaban volver a las fuentes del agua viva, lo que sería suficiente para eliminar los abusos.

Pertenecían a la observancia de Cluny, la gran Cluny de Borgoña, que había estado un siglo antes a la cabeza del combate por la reforma, y de cuyas filas había salido Hildebrando. Pero su mismo éxito extraordinario constituía para ella un grave peligro. Cluny se había hecho riquísima. Cluny estaba satisfecha de la inmensidad de sus edificios, los más grandes de Europa, de su iglesia abacial gigante, sobre la cual iban a levantarse siete campanarios. Cluny estaba orgullosa de la ciencia de sus escritores, de sus arquitectos, que construían tantas iglesias en la tierra cristiana; Cluny se admiraba a sí misma en la majestad de sus oficios... En todo ello nada reprensible, sin duda, pero, sin embargo, ¡qué alejamiento del estricto ideal monástico de renuncia, tal como san Benito lo había enseñado a sus hijos! El abad Pedro el Venerable, a principios del siglo XII, ¿no exageraba cuando decía de las abadías cluniacienses confiadas a sus cuidados, que «aparte de un pequeño número de novicios, el resto era sólo sinagoga de Satanás»? Era, sin embargo, sintomático que un santo de su talla pudiese pronunciar tales palabras.

Había sido, pues, para reaccionar contra este estado de cosas, contra estas rutinas, contra estas observancias adventicias, contra una cierta inclinación a la connivencia con lo temporal, que aquel pequeño grupo de novicios heroicos había decidido abandonar Molesmes, hija de Cluny. Bajo la dirección del pío Alberico, unos veinte querían lanzarse a aquella aventura. El mismo abad Roberto les había acompañado algún tiempo. Luego, después de Alberico, Esteban Harding había asumido la pesada labor de dirigir aquella audaz fundación. Roberto, Alberico, Esteban Harding: tres santos.

¡Ah!, en su nueva casa los monjes de Citeaux no corrían el peligro de caer en las tentaciones de la riqueza y el bienestar. Limpiar las malezas, secar los pantanos, construir el monasterio, luchar contra el hambre y el frío, llevando al mismo tiempo una vida de oración continua, era para descorazonar no pocas voluntades. De esta forma la nueva fundación, durante sus primeros catorce años, no había progresado. Su reclutamiento se había revelado muy flojo, irrisorio en un tiempo en que las vocaciones pululaban. Sin embargo, debe hacerse constar que la finalidad que se proponían aquellos reformadores no era la de imponerse e imponer inhumanos ascetismos. Rechazaban sólo lo que, en las costumbres de Cluny, les parecía haber sido añadido inútilmente a las estrictas observancias benedictinas. Querían sólo volver de nuevo a la aplicación pura y sencilla de la Regla original, que es rígida, pero no supone severidades excesivas. Empero, las condiciones mismas de los difíciles principios acrecentaban considerablemente el peso de aquellas ascesis. Y el hábito blanco adoptado por los «cistercienses», si bien era sólo en su espíritu la señal de un retorno simple y humilde a la tradición, a los ojos de los que les veían vivir parecía el símbolo concreto de las más extremadas austeridades.

Todo aquello, Bernardo lo sabía. Conocía la fama de austeridad que tenía el nuevo monasterio, y esto era precisamente lo que le atraía. Una vez decidido a ofrecerse al Señor, ¿por qué no entregarse por entero, sin escapatoria, sin reservas, sin posibilidad de rescate? La decisión se elaboró dentro de él. La tomó durante el invierno de 1111 a 1112. La vida abríase ante él; todo le era posible. Pero no habría de ser ni sabio, ni obispo, ni militar. Habría de ser monje, y monje de Citeaux.

Evidentemente, al conocer tan extraña determinación, su padre se opuso resueltamente. Aquel convento en donde se vivía como un campesino, removiendo la tierra como un siervo en el trabajo, no le parecía al noble Tescelin que correspondiera a lo que legítimamente creía poder esperar como porvenir para el mejor dotado de sus hijos.

Pero entonces apareció, por vez primera, aquel misterioso poder de persuasión y convicción que, durante toda su vida, irradiará de la personalidad de Bernardo. Alrededor del joven prosélito se formó una santa conjuración. Su tío, Gaudry, de alma generosa, le escuchó, le dio su apoyo y finalmente decidió acompañarle. Uno a uno, todos sus hermanos fueron conquistados y arrastrados en pos de aquella imperiosa estela. Varios de ellos, sin embargo, eran hombres de guerra e incluso uno de ellos estaba casado. Nada frenó el ímpetu del juvenil apóstol. Predijo a todos que Dios, un día u otro, sabría hacerles suyos. Y Gerardo, herido en un combate, considerando la sangre que vertía, exclamó como si fuera bautizado por segunda vez: «¡De ahora en adelante seré monje de Citeaux!» Y Guido, joven esposo, abandonando a su mujer, que, por su lado, iba a entrar en el claustro con sus dos hijitas, se añadió a la tropa fraternal, En el momento de la partida, sólo uno de ellos quedaba: Nivard, al que querían dejar por demasiado joven. «¡Mira qué rico serás!», le decían para consolarle. Pero él contestaba: «Pues, ¿qué? ¡tomáis el cielo y me dejáis la tierra! ¡Un reparto que yo no acepto!» La herencia del padre le parecía menos real, de menor precio que la esperanza de la salvación.

¿Qué hubiera podido hacer Tescelin ante aquel torrente de fervor? Se rindió a aquella violencia sagrada. «Sed moderados», se limitó a decir a sus hijos. «Os conozco; ¡nada podrá mitigar vuestro ardor!» Más tarde, él mismo, bajo la cogulla blanca, debía reunirse con los que había entregado al Señor.

Y así es como en el mes de abril de 1112 un tropel de jóvenes nobles -unos treinta, ya que varios amigos habían querido seguir el ejemplo de los jóvenes de Fontaines-, tomando el camino húmedo de los bosques, había llegado al portal de Citeaux.

«¿Qué pedís?», preguntó el abad Esteban Harding, según la fórmula ritual.

Y Bernardo, cayendo de rodillas, en nombre de todos respondió: «La misericordia de Dios y la vuestra...»



IV

AL SERVICIO DEL IDEAL MONÁSTICO

Al entrar en Citeaux, Bernardo conoció el gozo, casi inefable -de tanto que llega a las profundidades del ser-, de estar ajustado a su verdadera vocación. La ruda ascesis de la nueva observancia le gustó en seguida. Según la Regla, pasó un año de noviciado: ¿ le era necesario? Sin dificultad había penetrado en aquella vida austera de mortificaciones, a las cuales empezaba a añadir otras. Así, previendo la Regla dos comidas en el verano y una sola durante la mala estación, limitó las suyas a algunas colaciones de pan y legumbres, lo estricto para no morir de hambre.

Más que un tiempo de pruebas corporales, aquel año fue para él un aprendizaje del alma. Terminó de agudizar aquel apetito espiritual que sólo se mitigará con la muerte. Fue el monje que se veía rezar sin cesar, leyendo apasionadamente las Escrituras y los Padres. Fue el que dedicaba parte del tiempo del corto sueño de la comunidad para meditar de nuevo sobre las cosas eternas. Fue aquel ser absorto en Dios del cual un biógrafo explica que rezaba con tanto recogimiento en la capilla, que al preguntársele el número de ventanas que tenía el edificio hubo de confesar que no lo sabía. Para mejorar el silencio dentro de él, se ponía estopa en las orejas, y durante las horas obligatorias de trabajo manual sus compañeros veían, por la luz que inundaba su cara, que mientras cavaba o segaba proseguía su diálogo con Dios. «Entonces recogía - dirá más tarde - y colocaba en mi corazón un haz hecho de las angustias del Maestro, de todas sus penas, de todas sus amarguras».

He aquí el hecho más importante. Fundamentalmente, Bernardo es un monje. En medio de sus viajes, de sus negociaciones políticas, de sus debates de ideas, entre las potencias y las glorias de la tierra, es un monje y monje será. Los títulos, los honores -incluso la tiara-, podrán serIe propuestos: los rechazará, prefiriendo a todo la humilde condición de monje de Citeaux. «No sabríamos insistir demasiado sobre este punto: no es un escritor encerrado en su individualidad; es un monje que vive en una comunidad de monjes, que reza con ellos, que actúa como ellos, que no se aleja en nada del espíritu de la Regla y de la práctica cotidiana de la misma».

He aquí, pues, a Bernardo, a los veintidós años, monje, y para siempre. Se ha revestido de la sencilla túnica de sarga que baja hasta media pierna, de la cogulla de lana blanca, cuya capucha protege contra el sol o la intemperie el cráneo desnudo. Nada, en apariencia, le diferencia ni le diferenciará nunca de sus hermanos, los otros monjes de su orden. Si la «reforma cisterciense» ha tenido alguna vez un testigo capaz de hacerla comprender bien, fue seguramente aquel que, al hacerse el más célebre de los hijos de Citeaux que ha conocido la historia, supo también conservarse el más fiel, el más ejemplar.

Viendo vivir a san Bernardo es como se entiende hasta qué punto el ideal de aquellos reformadores monásticos era a la vez grande y sencillo y correspondía a una exigencia: volver de nuevo al cristianismo auténtico, continuar obstinadamente en el esfuerzo de arrancar al hombre de sus inclinaciones, restituirlo a sus verdaderas fidelidades. Su propósito nunca fue otro, pero toda la grandeza de la a ventura cristiana se expresa en estas pocas frases que formulan principios de existencia.

Lo que quiere san Bernardo para él y para los demás no es otra cosa que poner al hombre en las mejores condiciones para alcanzar la santidad. El claustro no será para él sino la escuela de salvación, el único lugar donde las débiles fuerzas que nos da la naturaleza no se extinguen, donde el peligro de muerte espiritual puede ser apartado. La Regla monástica es, pues, el bastión que protege contra las amenazas, el antídoto contra los venenos del mundo. El que lo abandona está en peligro; someterse a él es colocarse dentro de una probabilidad excepcional de andar con paso seguro hacia el paraíso.

Según estos principios vivirá toda su vida. Y no desistirá nunca de ellos. Le reprocharon ser excesivo, aspirar con pretensión a una santidad imposible en la tierra, rechazar por condenables usos que, habiendo ya echado raíces en la Iglesia, parecían formar parte de la más válida tradición. Así, una viva polémica le enfrentó a su amigo, muy apreciado, sin embargo, el abad de Cluny, el gran Pedro el Venerable, que, no sin un poco de fariseísmo, se ha de confesar, criticaba las «severidades» cistercienses, que consideraba excesivas, e incluso el color blanco de las cogullas de la nueva observancia, con el fin de defender las antiguas costumbres. Bernardo, que, tratándose de aquellas cosas, no tenía el carácter fácil, le contestó con su mejor estilo y los cluniacienses pudieron leer, enumerado con santa violencia, todo lo que se les podía reprochar en cuanto al bienestar en la mesa, en el vestido, en la habitación, sin olvidar el gusto del esplendor en materia de liturgia y de arte sagrado. Esta disensión con Pedro el Venerable ha hecho tachar a Bernardo de estrechez de espíritu, de rigorismo absurdo, de fanatismo: se ha de ver sólo en ello la expresión de un ideal de disciplina que tenía el derecho de imponer a los demás, ya que se lo imponía a sí mismo.

Es suficiente leer las Instituciones que el Capítulo de Citeaux adoptará en el año 1134 para ver definida y formulada aquella regla de vida. El monje que entre en la orden sabe que ha de renunciar a sí mismo, y renunciar a todo. ¿No dijo Jesús al joven rico que tenía que abandonar todas sus riquezas y que el Hijo del Hombre no tendría donde descansar su cabeza? ¿No ha enseñado que se debe dejar padre y madre para seguirle? Por ello, Bernardo escribirá a un aspirante al claustro:

«Tendiérase vuestro padre en el umbral de vuestra casa, vuestra madre, la cabellera deshecha y los vestidos desgarrados, os mostrase los pechos que os criaron, vuestro sobrino pequeño colgárase de vuestro cuello, ¡pasad por encima del cuerpo del padre, por encima del cuerpo de vuestra madre y andad! Los ojos secos, ¡volad hacia la bandera de la cruz! En este caso, el más alto grado de piedad filial es ser cruel por Cristo».

Ya entrado en el convento, el ideal que encontrará el monje será todavía y siempre el del sacrificio. Se ha de «escoger entre Cristo e Hipócrates». El consumo de carne, leche y huevos está prohibido. El traje se compone de vestidos groseros que se remiendan a menudo. El monje duerme vestido sobre un delgado jergón. Si se le sorprende «en flagrante delito de propiedad», se le condena a ayunar a pan y agua todos los viernes del año entero y a recibir la disciplina en el capítulo cuarenta días seguidos.

Un duro trabajo físico se exige de todos. En las «granjas», es decir, las tierras que permitían vivir a los monasterios, residían conversos, seglares que habían hecho voto de castidad y obediencia, que vestían un traje parecido al de los padres, pero que, generalmente legos, sólo participaban en los oficios por la misa del domingo y el rezo del «Pater» y «Gloria». Pero los monjes debían ir a ayudar a aquellos inferiores: su larga estancia en el coro no les dispensaba de emplear la azada, el hacha, la hoz, de cocinar por turno, de coser los vestidos. El mismo abad tuvo que cumplir alguna de estas humildes labores.

La renuncia no es menos extremada en cuanto a la inteligencia. Se ha de mortificar tanto el espíritu como la carne. La ciencia, según el mundo, ¿qué es sino vanagloria? «¿Qué os quedará de esto después de la muerte? ¿El sencillo recuerdo que dejaréis? Si éste es el fin de vuestros afanes, dejad que os lo diga, ¿qué habréis hecho más que un animal de carga? También de vuestro palafrén, cuando haya muerto, se dirá: «¡Fue un buen caballo!» La desnudez de las iglesias y edificios, que luego veremos a qué estética de Bernardo responde, demuestra una intención parecida: renunciar a vanas ilusiones.

Y, más que nada, más que el cuerpo, más que el espíritu, lo que se ha de someter es el carácter. Se debe extirpar del ser la voluntad propia, que es puramente la nuestra, que no está de acuerdo ni con la de Dios ni con la de los hombres», aquella «horrible lepra» que roe la santa caridad. Obediencia total a la Regla, a las prescripciones del abad, sumisión, sumisión...

En definitiva, ¿no es esto inhumano? Bernardo mismo ha confesado que tal esfuerzo está «por encima de las fuerzas humanas, en contra de las costumbres, en contra de la naturaleza». Pero, ¿no es la culminación de la libertad humana el excederse? Habrá almas débiles a las que estos rigores descorazonarán; bien, no intentarán retenerlas. Las otras tendrán tal temple que Dios mismo forjará en ellas sus armas. La verdadera dificultad no se halla donde el vulgo la coloca. No es sin duda el llevar la naturaleza humana a lo extremo, el levantarla lo más difícil; sino ver el punto exacto donde empieza el exceso y el rigor acaba por privar al ser de su realización. ¿Traspasaba Bernardo dicho límite?

En los principios es posible que así fuera. Los primeros tiempos de Clairvaux, en la exaltación de los principios de renuncia y, además, en una estrechez material que rayaba en la miseria, debieron ser muy duros. San Francisco de Sales, que habla de ello con su perfecta circunspección, asegura que Bernardo «exhortaba de tal manera a aquellos pobres aprendices a la perfección que, de tanto empujarles a ella, les apartaba, ya que perdían ánimo y aliento al verse con tanta premura instados a una subida tan recta y empinada». Al volver a tomar el mando de Clairvaux, después de la enfermedad que de allí le había apartado, Bernardo se dio cuenta de que cierto malestar se había apoderado de la comunidad. Por un momento maldijo la naturaleza humana que se rebelaba contra el ideal de renuncia. Luego se interrogó a sí mismo, se examinó, pidió consejo a su viejo maestro Guillermo de Champeaux y con mucha humildad reconoció que tendía a ir demasiado lejos. A partir de aquel momento -asegurará el buen obispo de Anecy- Dios le corrigió y le hizo «tierno, suave, amable, serio y condescendiente, con respecto a todos, para conquistar a todos». Sin duda en cuanto a los demás, aunque aquella mansedumbre e indulgencia de Bernardo parecerían seguramente sobremanera pesadas y temibles a la mayoría de nuestros contemporáneos, ya que, en cuanto a él, no se notó nada. Pues, toda la vida, a pesar de las circunstancias, en las condiciones más agotadoras, más difíciles, nunca tenía que aceptar alejarse, por poco que fuera, del ideal al cual se había consagrado en el umbral de su juventud y que aún servirá en el momento de su agonía.



V

CLAIRVAUX, EN EL VALLE DE ABSINTHE

Bernardo fue, pues, un monje, un simple monje, en el principio, y nunca aceptaría trocar este título, que le parecía el más bello del mundo, ni que fuera por todas las glorias de la tierra. Muy pronto, sin embargo, no le fue permitido permanecer, como deseaba su humildad, el último, el más sumiso del rebaño.

Su llegada y la de sus amigos pareció atraer sobre Citeaux las miradas de la Providencia. Aquella casa, que hasta aquel momento vegetaba, empezó a crecer de una manera prodigiosa. Un año más tarde contaba ya con bastantes monjes para poder fundar La Ferté (Saona-y-Loira); un año más y surge de la tierra Pontigny (Yonne); finalmente, en el año 1115, habiendo el conde de Troyes solicitado el honor de una fundación cisterciense en sus tierras, un nuevo grupo se prepara para partir hacia las altas planicies donde nace el Aube. El jefe de esta cohorte es de nuevo Bernardo.

Esto es sorprendente. ¿Aquel muchacho de veinticinco años, conductor de hombres, fundador de un convento? Nada mejor que esta elección del prudente Esteban Harding demuestra el éxito total de Bernardo en el ambiente donde había penetrado. Se había encontrado fácilmente a gusto dentro de la Regla, feliz en medio de las dificultades; su prestigio había crecido más aún.

Un día, a finales de junio de 1115, aquellos doce llegaron a las tierras de Hugo de Troyes, un ancho claro lleno de luz, en medio del cinturón espeso de un bosque. Se llamaba el lugar «valle de Absinthe»; iba a hacerse ilustre con el nombre de Clairvaux. Trazaron los límites de un cementerio; levantaron un altar; unas cabañas sirvieron como edificios conventuales para empezar. El erudito Guillermo de Champeaux, en aquel entonces obispo de Chalons-sur-Marne, aprobó la fundación con gran amistad, y sin duda ordenó sacerdote a Bernardo: había nacido Clairvaux. y muy pronto por mano de los monjes se alzaron los edificios conventuales. Las paredes estaban desnudas, incluso las de la iglesia; ninguna lámpara alegraba la nave. El refectorio no estaba enlosado y por unas estrechas ventanas penetraba una luz escasa. El dormitorio parecía una alineación de féretros, ya que las camas eran unas sencillas cajas hechas con cuatro tablones. En cuanto a la celda abacial, era un desván bajo la escalera, iluminado por una lumbrera avara; un hueco en el muro servía de asiento.

Al principio, las privaciones fueron duras: los habitantes de Clairvaux no comían otra cosa que pan de cebada, de mijo, de arveja, raíces, hojas y frutos de haya; la sal y el aceite constituían su único condimento. Con aquel régimen, la salud de Bernardo ya débil, se arruinó definitivamente. Por intervención de Guillermo de Champeaux, el Capítulo de Citeaux tuvo que descargar al joven del gobierno de la abadía durante un año; se retiró al extremo de los dominios, a una pequeña cabaña, y fue confiado a los cuidados de un médico; era éste sólo un charlatán, y sus infames remedios fueron causa imprevista para Bernardo de penitencia suplementaria. Su organismo terminó de estropearse y ya nunca más se restableció su salud. Un detalle realista da idea de su perpetuo estado enfermizo: al lado de la silla abacial, cuando Bernardo volvió a ocuparla, se hubo de cavar un hueco en el suelo donde pudiese aliviar las incoercibles náuseas que le encogían el estómago.

El hombre conserva siempre un cariño particular para las obras de su juventud, para aquellas que ha realizado con heroísmo y dificultad. Así le sucederá a Bernardo. Manifestará toda su vida una cariñosa preferencia para Clairvaux, su primera fundación. El, que podría recibir, por poco que demostrase desearlo, los más bellos obispados de la cristiandad, que podría vivir en París o en Roma, en un castillo, no tendrá nada más querido que aquella celda incómoda escondida en la hondonada de la Claire Vallée, donde su juventud se le presentará eternamente viva en las piedras del monasterio.

Hay en la solicitud particular de Bernardo para con la comunidad claravaliense un rasgo de su naturaleza que merece ser subrayado. Tendremos ocasión de repetirlo: este hombre que han presentado a menudo inhumano, excesivo en la severidad de la ascesis, aparece en incontables ocasiones como el más delicadamente sensible. Muchas de estas ocasiones le fueron dadas por los monjes de Clairvaux. Para con sus monjes, sus «pequeños», tiene cuidados más maternos aún que paternos. Le son «más queridos que sus propias entrañas». Lanzado por los caminos de occidente; llamado lejos por las inquietudes de la cristiandad, se queja de haber «dejado a sus hijos antes de tiempo». Lo escribe al papa

Inocencio II, que le necesita en Roma, y le da prisa: ¿Podrá dejar a sus pequeños sin sus cuidados? No pueden leerse sin emoción las cartas que, desde lejos, dirige a la comunidad entera: «Si mi ausencia os parece dura, la vuestra lo es mucho más para mí. No puede dudarse ya que nuestras partes no son iguales. No soportamos la misma pena: estáis privados sólo de mí, pero yo, en cambio, ¡echo de menos a toda la comunidad!» ¿No está dicho con exquisitez? ¡Y qué bien sabe hablar del monje perfecto, el que quiere ver como modelo en Clairvaux, el que está «aplicado al deber, humilde, reservado, atento a la lectura, vigilante en sus oraciones y caritativo», cómo ama a aquel santo anónimo del cual sabe que Claire Vallé e guarda el plantel! En verdad, para Bernardo, aquella primera fundación tan lograda, aquella unión fraternal, fue siempre una especie de prefiguración del cielo.



VI

IRRADIACIÓN DE BERNARDO Y DE CLAIRVAUX

Puede verse aquí uno de los rasgos más admirables de la vida espiritual de aquella Edad Media tan calumniada. Por aquel ideal de renuncia y de santidad, propuesto por él, la exigencia del cual ya hemos visto, la nueva orden logra aquel éxito sorprendente. Mientras el hombre moderno tiende cada vez más a seguir la ley de sus apetitos, a rodearse de comodidades que le hunden y minimizan, el hombre de la Edad Media, antes que Nietzsche, sabe que «el hombre es algo que debe ser superado». Citeaux, de ahora en adelante revelado al mundo cristiano, crecerá con asombrosa velocidad.

Sin duda, debe tenerse en cuenta la personalidad de Bernardo, sus brillantes dotes, su poder de persuasión. ¿ Acaso no fue capaz, a los veinte años; de arrastrar hacia Citeaux a una tropa entera? Clairvaux, terminada de fundar, ejerce ya una inmensa atracción. En el año 1116 la escuela de Chalons-sur-Marne queda medio vacía a causa de los que marchan al convento de Bernardo; incluso un benedictino de la Chaise-Dieux, y también los canónigos regulares de Honicourt. La Claire Vállée se convierte en una santa emboscada, donde, subyugados por Bernardo, caen mezclados un ladrón de caminos y unos caballeros que se dirigían a un torneo. De la misma familia del santo, quedaba en el mundo la única hija de Aleth, Humbelina. Pero habiendo ido a visitar a su hermano, en un magnífico carruaje, emocionada por la pobreza de los edificios conventuales y asqueada de repente de su lujo irrisorio, exclama: «Sólo soy una pecadora, pero Jesús ha muerto por los pecadores. ¡Bernardo puede despreciar mi cuerpo, pero no mi alma! Que venga, que mande, obedeceré...»

Cuando sale Bernardo de Clairvaux, la santa caza de almas toma una importancia aún más asombrosa. Llega, habla, y, como a la llamada de aquella mágica flauta de que habla la fábula alemana, millares de almas quedan hechizadas. Wibald, abad de Stavelot, nos lo mostró predicando, «la cara demacrada por el cansancio y el ayuno, pálido, con un aspecto espiritual y tan impresionante de esta manera, que sólo al verIe se persuaden sus oyentes aún antes de que él haya abierto la boca». Describe además «su profunda emoción, su arte incomparable, fruto de un largo ejercicio, su clara dicción, su gesto siempre apropiado».

«Se convirtió -asegura uno de sus biógrafos- en el terror de las madres y esposas. Los amigos temían verIe acercarse a sus amigos». ¿Predica en San Quintín? Treinta oyentes se levantan y le suplican les tome con él. ¿Visita a los estudiantes de París? Veintiuno de ellos, de golpe, dejan la montaña de Santa Genoveva y parten hacia el valle de Absinthe, donde les llama la campana de Clairvaux.

No hay un solo desplazamiento del cual n traiga reclutas: de orillas del Rin, incluso de Italia. La fama de la vida cisterciense llega a Inglaterra y unos isleños se trasladan al valle del Aube. Se encuentran ilustres personalidades entre aquella muchedumbre: Enrique, hermano del rey de Francia, que había ido a pedir consejo a Bernardo para algún problema temporal y que, abandonando bruscamente su carruaje ostentoso, se adentra en el severo convento; Felipe, arcediano de Lieja; Alejandro, canónigo de Colonia, que llegaría a ser abad de Citeaux hacia el año 1167...

Aquellos movimientos de almas, sencillos y violentos, son los que explican, alrededor de aquellas brillantes personalidades, las grandes corrientes de fervor de las cuales son ejemplo en aquellos siglos de ardiente fe, la fundación de órdenes y la empresa sobrehumana de las Cruzadas. La población del monasterio, cuando muera el santo, contará en total ¡unos setecientos religiosos!

Aquel éxito espiritual de Bernardo ocasionó, como era de suponer, muchos problemas materiales. No fue siempre fácil dirigir una comunidad tan numerosa. Aunque ayudado por el «prior», que le substituye eventualmente, por el «cillerero», que dirige los asuntos financieros, por el «portero», que recibe los viajeros, los acoge y los instala en la hospedería, el padre abad lleva una pesada carga. Toda su vida, en medio de las preocupaciones de la cristiandad entera, Bernardo deberá ocuparse en cuestiones de arriendo, de cercados, de ventas de ganado o de restituciones de préstamos. Y para aumentar este peso está aquella inmensa labor de caridad que en aquellos tiempos incumbía únicamente a las potencias de la Iglesia, abadías y obispados y que Bernardo no toma a la ligera: mantiene a más de mil pobres. Durante una época de escasez en Borgoña, vaciará todas sus abadías para salvar a los hambrientos. «Lo espiritual es, también, carnal...» Bernardo hubiera podido decirlo antes que Péguy; es una lección excelente para un hombre afrontar la realidad.

Cuando se hubo desarrollado Clairvaux, se vio pronto que no podía desplegarse en el fondo de aquel estrecho valle donde, en 1115, Bernardo y sus doce compañeros habían construido las primeras cabañas. En el año 1135, al parecer, fue escogido un nuevo solar, más cerca del Aube. Monjes conversos y trabajadores del lugar edificaron los nuevos edificios con rapidez asombrosa. La iglesia tuvo cien metros de longitud y veinticinco de ancho; ningún adorno arquitectónico atenuaba su austeridad. Al sur, se alzaba el claustro, de treinta metros de lado. Le rodeaban las viviendas conventuales. Huertos y viñas escalaban las laderas de los collados. Un brazo de río, desviado, animaba el molino, el taller de los bataneros, las tenerías. No estaba aquello exento de cierta gracia agreste, pero severa. ¡Qué magnífica vitalidad demostraba la fundación de Bernardo! y ¡qué natural es que proliferase pronto! Ya en 1118 se crea una primera filial en Trois-Fontaines, en la diócesis de Chalon; pronto nacen los monasterios de Fontenay, cerca de Montbard, y de Foigny, cerca de Vervin. Se alcanzan en seguida regiones más apartadas: la Champaña con Igny; el país de Vaud, con Bonmont; las laderas del Rin con Eberbach, cerca de Maguncia; Italia, con Chiaravalle; Inglaterra, con Fontains. Después de 1136, la penetración, aunque subiendo hacia Escandinavia, se extiende por el Mediodía hasta la Península Ibérica. En el año 1135, ciento sesenta filiales dependían de Clairvaux. Con la aureola del prestigio de Bernardo, la orden cisterciense cuenta con trescientos cincuenta monasterios, ya que las otras tres filiales primitivas multiplicaron sus fundaciones, en especial Morimond, que ejerció mucha influencia en el centro y oeste de España y en Alemania. Difusión extraordinaria a la cual no escapa ninguna tierra cristiana, ni Suecia, ni Irlanda, ni Hungría, y que enseña suficientemente la profunda relación que existía entre el mensaje de Bernardo y las aspiraciones religiosas de su época.



VII

BERNARDO, SUPERIOR DE LA ORDEN

He aquí la orden en pleno éxito. Está regida por una constitución, la Carta de la Caridad, publicada en 1119 por Esteban Harding, pero cuya concepción lleva marcado profundamente el sello de Bernardo. Cosa original en su época, refleja una intención democrática: todo al contrario de lo que ocurría en Cluny, donde la unión de los conventos se hacía con una severa subordinación de todos a la casa-madre, los cistercienses dejan a cada comunidad el derecho de gobernarse. Cada una de las abadías tiene sólo poder de intervención sobre sus hijas directas y viceversa, los abades de los cuatro principales conventos tienen el deber de inspeccionar el mismo Citeaux. Institución igualitaria, donde el superior es responsables ante sus inferiores.

Sin embargo, a pesar de aquella descentralización, Bernardo no dejó nunca de mantener lazos de vivo afecto con las «hijas», las descendientes de Clairvaux. Cada grupo que se aleja, ¿no se lleva un trozo de su alma? «Aunque estuvieran instalados en el confín de los mares, no estarán sin mí. ¿Quién podría separarme de ellos?» Y, por otra parte, ¿cuántos monjes soñarán morir en Claire-ValIée?

Bernardo prodiga consejos a los fundadores y superiores de los nuevos conventos. Por ejemplo, encarga a Raimundo, abad de Foigny, que se ocupe muy especialmente de los religiosos pusilánimes o gruñones. «Son éstas las almas que se han de tomar sobre las espaldas para aliviarlas». Pero, como añade «al no esconderme ninguna de vuestras penas, añadís un peso a mis propios dolores», que es la confesión de una alma tierna y de un hombre sobrecargado, Raimundo se abstiene durante algún tiempo de enviarle noticias. Bernardo en seguida se contradice con emoción: «Recelo de todo, puesto que no sé nada. No me dejéis ignorar nada más: el corazón, dominado por el amor, no es dueño de sí mismo; teme lo que ignora, se atormenta sin motivo, se conmueve a pesar suyo». ¿No son éstas las palabras de un superior sensible y bueno?

Otro ejemplo de aquella solicitud para con los monasterios nacidos de su obra: en 1124, Arnold, abad de Morimond, se escapa con alguno de sus hermanos; en seguida Bernardo se inquieta, ruega al Papa que no dé su consentimiento a aquella salida: intenta doblegar a Amold. ¡Quisiera correr para ir a verlo! «Postrado ante vos, os cogería los pies, besaría vuestras rodillas; cogiéndome a vuestro cuello, besaría esta cabeza tan querida, inclinada como la mía, desde hace tantos años, bajo el suave yugo de Cristo». Vana llamada, pero Arnold morirá miserablemente cerca de Colonia, y los supervivientes, vencidos por las solicitudes de Bernardo, volverán a Morimond.

El gran abad de Clairvaux se cuidaba mucho de vanagloriarse de tales éxitos de prestigio; confesaba a Bouchard: «Soy, a lo sumo, el que planta, el que riega, pero ¿qué habría hecho yo sin Aquél que concede la crecida? Ante Él debéis inclinaros con toda humildad. En cuanto a mí, me ofrezco a serviros, dado que soy su servidor igual que vosotros, compañero de vuestros viajes, coheredero vuestro en la misma patria».

¡Ascendiente de la santidad y del prestigio sobrenatural! Mientras viva Bernardo, permanecerá como verdadera cabeza de la orden fundada en Citeaux; después de su muerte, su personalidad ha marcado con tanta fuerza la tradición que es aún la imagen más significativa y que bajo la cogulla blanca, los cistercienses nos parecen todos los hijos lejanos de san Bernardo.



VIII

EL HOMBRE ENTERO

Tal como acabamos de verlo en la aventura de su juventud y en su acción de gran monje, Bernardo . se ha mostrado como fue: una extraña mezcla de dulzura y de pasión, de ternura y de ardor, un violento sensible; contradicciones que se resuelven en Dios y dan a su fisonomía un infinito encanto. Aquél que a menudo se ha representado como a un verdugo de sí mismo y atormentador de los demás, del que se ha escrito incluso que fue «un malo», llevaba en realidad dentro de sí una sensibilidad exquisita. En todo el sentido de la palabra, fue humano.

Hemos visto ya la sensibilidad de san Bernardo en las relaciones con sus monjes. ¿En cuántas circunstancias diferentes no encontramos aquellos matices desconocidos? Nada hay en él del profeta fanático, del polemista despiadado, a la manera de Pedro Damián, por ejemplo. También en este punto es el testimonio, la expresión, de su época: dura y violenta en apariencia, pero bañada interiormente por una dulzura que tiene por nombre Caridad.

De este modo se ve al hijo de la tierna y santa Aleth rodear de un delicioso afecto a sus hermanos según la carne. ¿Conócense gritos más bellos de amor fraternal que los que arranca a Bernardo la muerte de Gerardo, uno de sus primeros compañeros en la aventura, uno de sus colaboradores preferidos en la obra? Comentando un día, en el cabildo, un versículo del Cantar de los Cantares, se le representa el recuerdo del muerto, obligándole a callar. Llora, y luego, al extrañarse la gente, contesta:

- Me decís: «¡No lloréis!» Me han arrancado las entrañas y me dicen: «¡Sé insensible!» Pero, si al contrario, sufro, siento todo mi dolor. No tengo la fuerza de la piedra, y mi corazón no es de bronce. Confieso mi pena. «Es muy carnal», dicen. Es humana, lo reconozco, pero también reconozco que soy hombre. Es carnal, ya lo sé; pero sé también que soy carnal y vendido al pecado y prometido a la muerte, y sujeto al sufrimiento. ¿Qué queréis? No soy insensible al dolor. Tengo horror a la muerte, para los míos y para mí. Gerardo me ha dejado. Sufro; estoy herido de muerte.

¿Es éste el tono de un alma inhumana, de un fanático por la renuncia, de un iluminado por la ascesis?

¡Cuántos testimonios podríamos recoger, asimismo, de aquella sensibilidad! Perfecto hermano, y también delicado amigo. «Descansemos sobre el corazón de los que amamos como los que amamos descansan sobre el nuestro», gustaba de decir, y ponía en práctica esta confianza total. Alguna de sus amistades fue ejemplar, como la que le unió con Guillermo de Saint-Thierry: cuando éste enfermó, Bernardo, en medio de sus grandes ocupaciones, se precipitó a su lado, ofreciendo quedarse para cuidarlo, mientras lo necesitaran...

Incluso para los que combatió, ¡cómo supo guardar hacia ellos la caridad! En lo más encendido de las violentas discusiones que sostuvo con Pedro el Venerable sobre las tradiciones de los benedictinos y de la nueva observancia cisterciense, sabía de tal manera ser generoso que el abad de Cluny le escribe: con afectuosa burla: «Cándido y terrible amigo, ¿que podría mitigar mI afecto hacia vos?» Y en el duelo que le opuso a Abelardo en el cual estuvo obligado a mostrarse sin piedad, ya que lo que estaba en juego contaba más que todos los lazos humanos, el último gesto de sus relaciones con el vencido fue, así lo veremos, de caridad verdadera.

Así pues es falso creer que la vida de renuncia paralizara dentro de él el desarrollo de sus dotes o limitara el poder de amar y sentir. A esta idea, que existe dentro de tantas cabezas, de que cualquier sujeción impuesta al ser humano le inflige una especie de amputación, contesta el ejemplo de Bernardo; cuanto mas pone en práctica la renuncia, más eficaz es; cuanto mas doma su naturaleza humana, más humano es. y esto es verdad no sólo en cuanto a su sensibilidad, sino también en todos los terrenos. Aquel «Soy hombre y nada de lo que es humano me es extraño» de Terencio podría decirlo él, y, por otra parte, lo dice en términos análogos aquel gran espíritu que mira siempre hacia lo sobrenatural.

Se reduciría su figura hasta hacerla desconocida, considerando sólo el combatiente de Dios. Hay en él otras muchas riquezas: una curiosidad siempre viva, una ansia prudente y sólida de conocimiento y «el sentido del tiempo»; esta cualidad, indefinible, según la cual un hombre se adhiere a su época, la comprende y la explica. El interés de san Bernardo por todo, por la política, la creación literaria, el arte -sin hablar de otras mil cosas más sencillas-, es una de las facetas más atractivas de su rico natural. De ello se resiente incluso su concepción de la vida: realista, amplia y segura, a la altura del hombre. Sin embargo, al igual que todos los que aman de verdad al hombre, no se hace sobre él ninguna ilusión. Conoce las tinieblas que se amontonan en el fondo de su corazón. Ello no quiere decir que la miseria humana le parezca incurable; ¡nada hay en él de un Calvino! Pinta a menudo la penosa situación de los hijos de Adán después de la caída; evoca su tristeza de vivir y su desgana profunda, pero no olvida nunca que esta naturaleza herida, viciada, lleva en ella un parecido divino y que una luz está siempre a punto de iluminar su noche. Esta mezcla de lúcida visión del hombre y de confianza sobrenatural en él caracteriza el «humanismo» de san Bernardo: «Acuérdate de tu nobleza -dice-; y en la deserción mide tu vergüenza. No ignores la belleza, si no quieres verte confundido por la fealdad». Se ha podido hablar, a propósito de san Bernardo, de un «socratismo» cristiano. Admitiendo que la fórmula no sea contradictoria en sus términos, debe acentuarse el adjetivo. La fe ha sido para él el medio de conocerse, como también ha sido la potencia que ordena hacia sus fines las virtudes humanas. Según él, sólo en Dios, por Dios, el hombre puede ser entero.



IX

LA VIDA EN DIOS

Es esto lo esencial. Pues sería un error ver sólo en la figura del santo lo que nos lo hace más próximo a . nosotros, hombre genial en verdad, pero también un hombre como nosotros. Se ha de comprender que en él, todo, el pensamiento y la acción, los rasgos del carácter y los sentimientos, estaba ensalzado por Dios, elevado en Dios, significado en Dios. Si es un hombre entero -y de clase excepcional- es porque todo lo que pertenece a la condición humana está iluminado en él por una luz sobrenatural. No puede entenderse cómo, por ejemplo, en su famoso duelo con Abelardo, del cual hablaremos, pudiese vencer al mejor dialéctico de la época, si no tenemos presente esta perspectiva: su inteligencia era ciertamente poderosa, pero si sobrepasaba a los más hábiles dialécticos es porque tomaba de Dios su savia y su fuerza. Su palabra expresaba sólo la voluntad divina, y se ha de añadir, además, que, en sus luchas más fuertes, sus sentimientos humanos se sublimizaban en una inefable caridad. La clase de aquel hombre es su santidad y nada más. «Si fue, y ¿quién lo duda? -decía Montalembert en su Monjes de Occidente-, un gran orador, un gran escritor, un gran personaje, era casi sin darse cuenta y a pesar suyo. Fue, y no quería ser nada más, un monje y fue un santo.

Lo que determina, pues, y explica a Bernardo, su pensamiento y su acción -e igualmente lo que determina y explica a todos los santos-, es ni más ni menos que la santidad, la relación ininterrumpida establecida entre su ser más interno y Dios. En vano se trataría de explicar la acción de un san Francisco de Asís o de una santa Juana de Arco, con razones externas a ellos, con aquellas causas y circunstancias que gustan de enumerar los historiadores: sólo bebiendo directamente en las fuentes del agua viva han hallado, estas almas excepcionales, el medio de ser más eficaces que nadie en el plano material o intelectual.

Es, pues, un santo, y no solamente en el sentido trivial del término, del hombre que ha llevado hasta el máximo las virtudes fundamentales, sino también por su maravillosa humildad, por su caridad siempre activa, por aquel esfuerzo constante sobre sí mismo para escalar los doce peldaños de aquella Escalera de que nos habla y que conduce a la salvación. Santo en el sentido más profundo, como sólo puede serIo el que todo lo orienta, su ser, sus actos, sus pensamientos, hacia Aquél que es el fin de todo y el medio supremo.

Cuando se piensa en la existencia tan extraordinariamente llena de san Bernardo, en sus actividades entre los hombres, debe verse en él aquella luz de Dios. La única palabra que le caracteriza por entero es «místico»; en todo lo que hace, en todo lo que dice, se reconoce como determinante la actividad mística. Por ello, es enteramente el testimonio de su época, de su fe profunda y unánime, de su sumisión a Dios. Es una de las más altas cumbres de la sociedad en que vivió; pero ¿no forma parte la montaña de la extensión de llanuras que la rodean? ¿No tiene en ellas sus raíces?

El impulso místico está siempre presente en san Bernardo. Le arranca gritos como éstos: «¡Dios mío, mi amor, cuánto me amáis!», o bien: «¡Oh, incomparable amor, vehemente, ardiente, impetuoso, que no permites pensar en otra cosa que en ti! ¡Y desdeñas todo lo demás! ¡Y lo menosprecias todo y te bastas a ti mismo!» ¿Se ha expresado mejor la inmensidad de este amor y su reciprocidad inefable que con estas palabras: «Comprended con qué medida o, mejor dicho, con que sin medida merece Dios ser amado. Él, que es tan grande nos ha amado primero, gratuitamente, Y tan completamente a nosotros, que somos tan pequeños y miserables... Ya que nuestro amor corresponde a Dios, corresponde también a la inmensidad, al infinito, pues Dios es infinito y sin límites, ¿cuáles podrían ser entonces, os pregunto, el término y la medida de nuestro amor?»

De este modo, el hombre que nos han querido representar duro, brutal, se dulcifica al pensar que Dios le ama, que ama aquel miserable ser que es el hombre. Por ello merece el calificativo de «Doctor melifluo» que le dará Mabillon, Y que caracteriza maravillosamente la feliz mezcla de ternura, de fuerza insinuante, de firme dulzura en el comportamiento que tan manifiesto está en él y que debería llamarse «unción» si esta palabra no hubiese tomado una acepción repugnante. Ha sido bañado, penetrado, amasado de aquel amor ante el cual son vanos todos los demás sentimientos.

Típico de su época, san Bernardo también lo es por los aspectos fundamentales de su religión. Puesto que Dios es el «alpha» y «omega», ¿qué conocimiento podría no provenir de Él? Leer, estudiar, trabajar para saber, ¡vana curiosidad! La única escuela es la de Cristo. «Pedro, Andrés, los hijos de Zebedeo y sus condiscípulos no fueron escogidos en una escuela de retórica o de filosofía y es, sin embargo, por medio de ellos que Dios ha consumado la obra de la salvación...» De aquí el carácter casi exclusivamente escriptural de su pensamiento y de su elocuencia: rasgo sobresaliente de la fe medieval. Los escritos sagrados, primer objetivo de sus lecturas, los examina con minuciosidad infinita, empleando veinte años en comentar el Cantar de los Cantares) comparando los pasajes, esforzándose en sacar en claro las dificultades. Si posee el culto de la antigüedad cristiana, es porque san Ambrosio, san Agustín, san Gregorio, han sido impregnados por las Escrituras, porque están de lleno dentro de la Tradición. Llevó esta práctica de la Biblia tan lejos que algunos de sus sermones están constituidos por una serie de fragmentos bíblicos, ordenados según un ritmo que también está sacado de los salmos y de los Profetas.

Su sensibilidad misma, tan viva, lo sitúa en la fuente misma de aquella corriente que llevó la fe medieval hacia la devoción a la humanidad de Cristo. «Cualquiera que esté lleno de amor a Dios se deja conmover fácilmente por todo lo que se refiere al Verbo hecho carne; Cuando reza, la imagen sagrada del Dios-Hombre está ante él; lo ve nacer, crecer, predicar, morir, resucitar, subir al cielo...» Frases como éstas resumen perfectamente la causa y el alcance de esta devoción tan característica de la Edad Media. Para san Bernardo, Cristo no es únicamente el modelo admirable, el arquetipo: el Verbo se ha hecho en verdad carne; es el hermano, el amigo. Por este motivo considera todos los detalles de Jesús y de su vida humana. El ciclo de sus sermones constituye una biografía mística completa del Salvador. Para hablar del recién nacido de Belén encuentra palabras muy sencillas, penetrantes, al alcance de aquella humildad, y el establo y la paja, incluso los pobres pañales, le dan ocasión para buen número de símbolos, de significado exaltante. Pero, cuando evoca a Cristo en la Cruz, su estilo se simplifica, su lengua se concreta en una enumeración angustiada y todos los dolores del moribundo y el efecto de emoción lo obtiene por medios admirablemente simples.

Cristo, Dios hecho Hombre, tan próximo a nosotros y, sin embargo, tan ejemplar, es el que está en el corazón de la religión de Bernardo. ¡De qué manera debía ajustarse a su auditorio este gran predicador y a qué fervor debía elevado cuando describía al Señor en estos términos!: «Era hermoso entre los hijos de los hombres, exteriormente, e, interiormente, gloria de luz eterna, sobrepasaba en esplendor a los ángeles. Viéndole, se sabía que era el hombre sin tacha, la carne sin pecado, el cordero sin mancha. ¡Ah!, ¿de dónde te viene esto, alma humana?, ¿de dónde, pues, te viene esto?, ¿la gloria inestimable de merecer desposarte con Aquél cuya contemplación hace la felicidad de los ángeles? ¿De dónde esta felicidad de conocer a Aquél del cual el sol y la luna veneran la hermosura, el gesto del cual todo obedece?» Pensando en la inolvidable figura del Mesías que se ve en el pórtico real de Chartres o en la que llaman «Le beau Dieu» del pórtico de Amiens, se comprenderá de qué manera este estilo estaba totalmente de acuerdo con su época. En la basílica de Nuestra Señora de Issoudun, una vidriera representa a Cristo y a san Bernardo frente a frente; y, para señalar bien los sentimientos de los dos personajes, el artista ha escrito a la altura del corazón del Señor el nombre de «Bernardo» y en el pecho del monje blanco el nombre de «Jesús». Comprensión profunda del alma del gran místico y de sus intenciones.

Ya que he aludido a una obra de arte, pidamos a otra que nos enseñe otro aspecto de la devoción del místico de Clairvaux: al famoso cuadro de Murillo «La lactancia de san Bernardo», o a aquella vidriera de Laines-au-Bois, en la diócesis de Troyes, que reproduce la misma escena simbólica. El gran abad está de rodillas, los brazos abiertos y la mirada fija sobre la Virgen María, que descubre su pecho para calmar la sed de su servidor, como lo hace una madre para con su hijo. La bonita imagen expresa la verdad. El amor a la Madre de Jesús, su reverencia apasionada hacia la que él fue uno de los primeros en llamar Nuestra Señora, ocupan un lugar de primer plano en su pensamiento místico. Una tradición pretende que oyendo cantar la Salve Regina por sus hermanos no pudo resistir el torrente de amor que crecía dentro de él y exclamó: «¡O clemens, o dulcis, o pia!», palabras que se habrían incluido en la plegaria en memoria suya. De todas maneras es con frases del santo que se formó la preciosa imploración del «Acordaos». La piedad mariana de la Edad Media es en verdad inseparable de san Bernardo.

Sin embargo, sería equivocado pensar que, en la devoción de san Bernardo a la Virgen, el corazón se desahoga sin regla ni medida. Ligado estrictamente a la ortodoxia, no llegó nunca más lejos del punto donde los textos sagrados le parecían ellos mismos pararse: rechazando justamente los apócrifos, puede que sin razón, se negó a creer en la resurrección anticipada de María y combatió la creencia en la Inmaculada Concepción. No se atrevió a llamar a María «su madre», porque, en la tradición de los Padres, este término está reservado para la Iglesia y la Gracia. Dentro de los límites estrechos de los dogmas y de la Escritura, aquella alma de fuego encuentra la materia de donde sacó los tesoros que luego heredarán las almas cristianas y explotarán más ampliamente. Allí donde san Bernardo no tiene comparación es en el fervor que pone en interpretar el papel de mediadora de María: «¿Queréis un abogado cerca de Jesús? -exclamó-. Recurrid a María. Lo digo sin dudar: a María se le concederá todo a causa de la consideración que se le debe. El Hijo concederá todo a su Madre, y el Padre a su Hijo. He aquí la escalera de los pecadores: una confianza absoluta. He aquí sobre lo que se funda mi esperanza».

Esta idea de intercesión, esta necesidad instintiva de tener una mediadora o mediador cerca del Juez Todopoderoso, son caracteres muy esenciales de la piedad medieval. Por otra parte, la Virgen no es la única, según san Bernardo, en interceder cerca de Dios. A menudo también hace intervenir a los santos. Se poseen de él gran número de panegíricos en los cuales, al tratar de tales o cuales santas figuras, despierta el ardor de sus oyentes y les muestra en los elegidos a los intérpretes de la humanidad cerca de la divina misericordia.

Debe añadirse aún que, incluso en sus arrebatos, supo guardarse de ciertos excesos no raros en su época. No habla nunca de milagros maravillosos, de extraños fenómenos a los cuales la simple razón se resiste a creer. Él mismo parece ser que no hizo milagros sino con moderación y circunspección, aunque uno de sus biógrafos haya exagerado mucho sobre este punto. Curó enfermos, expulsó demonios, pero se dice en los textos que sufría mucho cuando se veía obligado a usar de las potencias excepcionales que el Señor le había otorgado: se sentía dividido entre la humildad y la caridad.

Todas aquellas manifestaciones de ardiente fervor . hacia lo sobrenatural, aquella vida santificada, culminan en lo que es, en verdad, el máximo de la actividad mística: un amor maravillosamente puro y desinteresado de Dios. No es éste el lugar ni la ocasión de analizar la mística de san Bernardo, al mismo tiempo exigente y tierna, que realiza la síntesis de las dos tendencias opuestas de la mística, ni tampoco los rasgos que la diferencian de las otras escuelas espirituales. Subrayemos sólo que ha demostrado perfectamente que todas las formas de devoción no tienen sentido sino en relación con Dios; que el objeto del hombre es «amar a Dios no para sí, sino para Él mismo». Es decir, que ha llevado lejos aquella exigencia de lo sobrenatural, aquella impaciencia de los límites que fueron los más bellos rasgos de la época grande de la Edad Media, del tiempo de las catedrales y las cruzadas.

No hay lugar a duda de que, en lo que le concierne personalmente, ha conocido los goces más altos de la experiencia mística. Sin embargo, habla de ello con extremada discreción: así en aquella página en la cual evoca la unión inefable con toda la precisión que puede tener tal atestación:

«Tolerad un momento mi locura. Quiero decir (me he comprometido a ello), cómo sucede esto dentro de mí... Lo confieso (soy insensato en decir estas cosas), el Verbo ha venido dentro de mí y más de una vez. Si ha entrado frecuentemente, no siempre he tenido conciencia de su llegada. Pero lo he sentido dentro de mí y recuerdo su presencia».

«He subido a lo más alto de mí mismo, y más arriba aún reina el Verbo. Explorador curioso, he descendido al fondo de mí mismo y lo he encontrado más abajo aún. He mirado fuera y lo he visto más allá de todo. He mirado dentro, y me es más íntimo que yo mismo...»

«Cuando entra dentro de mí, el Verbo no descubre su presencia con ningún movimiento, con ninguna sensación; sólo el temblor secreto de mi corazón lo denuncia. Mis vicios huyen, mis afectos carnales son dominados, mi alma se renueva; el hombre interior se renueva y está en mí como la sombra misma de su esplendor.»

¡Qué extraordinaria circunspección, qué moderación, en estas confesiones! Es que en verdad el impulso hacia las cumbres no le hace nunca perder de vista la tierra y las realidades humanas. Místico, el borgoñón conserva los pies sobre la tierra. «Su mística -escribe Etienne Gilson- es puramente interior y psicológica. El análisis de nuestra miseria interior y el conocimiento de nosotros mismos son sus bases. Lo cual explica que este gran contemplativo haya podido ser al mismo tiempo un asombroso hombre de acción.

Su influencia propiamente religiosa fue inmensa en su época. Todos los místicos de su tiempo proceden más o menos de él; muchos se inspiran copiosamente en él. Se le ha leído, se le ha estudiado casi tanto como a san Agustín. Todas las formas de piedad medievales han sido marcadas por su huella. Y no sólo las bases profundas de aquella piedad, sino también sus manifestaciones, llámense Cruzada o Catedral. Ya que, el esfuerzo en la exaltación del hombre, lo prosiguió el gran abad no sólo con la plegaria, la enseñanza o el ejemplo: lo veremos también en todos los terrenos, incluso en los más temporales. Es un hecho de considerable trascendencia religiosa que la fría celda de un monje pudiera convertirse en el mismo centro del Occidente. En cuanto a él, en lo más intrincado de las tareas a que le obliga su papel de conciencia de su tiempo, de árbitro de las potencias, no olvida nunca que su única, su verdadera fuerza de acción, es de origen sobrenatural. «El fuego -decía- siempre se ha encendido en la meditación.»



X

LA OBRA ESCRITA

Podemos hacernos una idea de la meditación y conjuntamente de la acción por la Palabra del gran monje blanco, por los textos numerosos y de consideración que nos quedan de él. Como la mayoría de los grandes espíritus de su tiempo, tocó todas las grandes cuestiones en que se encuentra interesada la verdad de la fe y del dogma cristiano. A la espiritualidad se referirán todos sus más célebres tratados, que se podrían agrupar fácilmente en una Summa ascética infinitamente apreciable, aunque no hayan sido compuestos con esta intención: Los grados de la Humildad y del Orgullo, La Búsqueda de Dios, La gracia y el libre albedrío, Los preceptos y las dispensas, son los principales. Pero deben ponerse a la par, en cuanto a su importancia, aquéllos en los cuales ha estudiado la reforma de la Iglesia, la Apología dirigida a Guillermo de Saint-Thierry, en que defiende con vigor su orden atacada, el de las Costumbres y cometidos de los Obispos y el que trata de la Conversión de los Clérigos, que exponen con dignidad los principios de una clerecía santa, fiel, digna de sus votos; uno sobre La Nueva Milicia, dedicado a la orden del Temple y del cual diremos la particular importancia en cuanto a la misma psicología e ideas de san Bernardo. El más célebre de todos y también el más importante es el De Consideratione que dirigió al Papa Eugenio IlI, antiguo monje de su orden, en el cual expone sus ideas sobre los deberes del Pontífice con una audacia de pensamiento y de expresión tan admirable como sorprendente. En efecto, puede leerse en ella que un Papa que se sintiera orgulloso de ocupar tan alto lugar no le merecería más respeto que una mona subida en lo alto de un árbol.

Una inmensa correspondencia se ha conservado (una parte de ella agrupada por temas ha constituido alguno de los tratados que acabamos de citar) y nos enseña la amplitud de información de aquel hombre genial y las preocupaciones que tenía. Algunas de sus cartas a Enrique de Sens, a Hugo de Saint-Victor, a Guillermo de Saint-Thierry, a Inocencio lI, son por sí solas obras literarias logradas. Su carta a Guignes le Chartreux sobre la Caridad es como un complemento, excelente desde luego, a su tratado sobre La búsqueda de Dios.

Pero sobre todo con su obra oratoria el gran monje blanco ha marcado su huella sobre sus contemporáneos. Nos han quedado nada menos que trescientos treinta y dos de sus sermones. Casi siempre parte de un hecho litúrgico o de las Escrituras, el santo del día, un aniversario, una frase de la Biblia, y pronto su palabra vuela y él glosa. Glosa inmensamente -no siempre sin alargarse ni sin debilidades-, pero siempre con estallidos de luz fulgurante que aún nos conmueven el corazón. La mayoría de ellos han sido pronunciados en la sala capitular ante sus monjes. Y sus monjes nos los han guardado. Improvisaciones, es verdad, pero improvisaciones largamente meditadas -«Se ha de cocer el pan», decía, «antes de cortarlo para los oyentes»-; se siente aún en ellos el arranque, el ímpetu interior, el poder persuasivo que arrastra y persuade al oyente. Los más célebres son los que consagró, durante casi toda su vida, a meditar y comentar el Cantar de los Cantares, ochenta y cuatro sermones sobre este tema. A primera vista parece mucho, pero cuando uno se arroja al descubrimiento de este enorme caudal, ¡cuántas riquezas desconocidas, cuántas frases conmovedoras que se graban en lo secreto del alma! Toda la doctrina mística del santo se encuentra aquí, expuesta minuciosamente.

Así, de la forma en que la conocemos, la obra de san Bernardo nos parece aún del todo accesible y fecunda; no hay nada ininteligible. Además debe recordarse que aquellos sermones eran dichos con la voz quizás más elocuente de su tiempo -sin duda, únicamente san Norberto, fundador de los premonstratenses, conoció en el siglo XII tan amplia audiencia-, aquella voz que hemos visto era capaz de arrastrar a las muchedumbres, de hacer florecer las vocaciones por centenares, la voz que oiremos llamar a la Cristiandad a la sagrada batalla por el Sepulcro vacío. Cuando se intenta encontrar de nuevo, a través de las líneas del texto dormido desde hace tantos años sobre el muerto papel, el estremecimiento de la vida, se adivina entonces lo que verdaderamente fue la obra literaria de aquel hombre, y vuelve entonces a la memoria aquella expresión por él empleada: «Mi fuego se ha encendido...» ¡Sabía de qué hablaba!



XI

EL HOMBRE COMPROMETIDO

¡Que fuego, en efecto! ¿Cómo es posible no pensar, viendo vivir a aquel hombre de Dios, en la frase del Señor?: «He venido a traer el fuego a la tierra; ¿cómo no he de desear que queme?» Para una exigente conciencia cristiana no hay peor sufrimiento que el de ver la llama de Cristo quemar pobremente y carbonizarse lo que debiera ser una hoguera de amor. Bernardo no pudo soportar este espectáculo, que propiamente es un escándalo, y fue esta profunda exigencia, esta violencia apostólica, lo que le llevó a él, el místico, el meditabundo, a una existencia tan llena, ocupada y movida como es posible. Ya que, teníamos que decirlo, aquel monje fundador de una orden contemplativa fue, por la fuerza de las circunstancias o, mejor dicho, por la voluntad de la Providencia, lo que en el lenguaje de la mitad del siglo xx se entiende por un hombre «comprometido» , un «hombre de acción».

Un monje, dentro del espíritu de muchos de nosotros, sobre todo un monje de la edad media, es un hombre que vive en un claustro, saliendo poco o nunca de él, que pasa largas horas en oración, que asiste a interminables oficios y, aislado totalmente del mundo, no tiene relación alguna con la humanidad sino por medio de los rezos y penitencias, los méritos de los cuales recaen sobre la masa anónima de los pecadores, según el Dogma de la Comunión de los Santos. Esta idea, ¡qué mal coincide con la imagen que nos ofrece san Bernardo! Imaginad a un hombre que corre de Aquitania a Sicilia, de las orillas del Rin a las del Garona, que llega a Italia para poner fin a una guerra entre dos ciudades, vuelve luego a París para aleccionar a un rey o combatir una peligrosa doctrina; que, mientras tanto, decide entre dos Papas, ambos pretendientes a la silla de san Pedro, y cuya voz es suficientemente fuerte para lanzar a la Cristiandad al segundo acto de la Cruzada. Hay en la dualidad de aquella conducta un misterio. El mismo hombre que solamente era feliz en su celda monástica, entre sus hermanos, rezando a Cristo y a la Virgen, era el mismo que, lanzado a una actividad sin nombre, recorrió Europa en todos sentidos e intervino en todos los asuntos religiosos, políticos e intelectuales de su época. Dualidad, por otra parte, más aparente que real, ya que los dos elementos de su personalidad, la contemplativa y la activa, se juntan en una suprema realidad: el amor de Dios y la voluntad de servirlo con todas las potencias místicas del alma así como con la infatigable entrega del hombre de acción.

De esta manera, a partir .del año 1127, en el cual fue llamado por primera vez a intervenir en los problemas temporales, hasta el año 1153, año de su muerte, no hubo un solo año en que aquel contemplativo, arrancado a la paz de su Claustro, no se viera obligado a tomar parte en las más duras disputas de su tiempo. No es que no sufriera por ello: en una de sus cartas se compara graciosamente a «un pajarito desplumado, siempre exilado de su nido». Pero poseía demasiado el sentido de las exigencias de Dios para no aceptar las tareas que le incumbían como pruebas necesarias y fecundas. «No sentiré nunca -escribía- interrumpir una pacífica meditación, si veo germinar en una alma la semilla de la Palabra.» Durante veintiséis años, para servir a Dios, su verdad y su justicia, el hombre que había entrado en el convento para hallar la paz del alma y el descanso del corazón se convirtió en aquella especie de trotamundos, de embajador ambulante de la palabra de Dios, que en verdad fue.

¿Se da uno cuenta de lo que debió costarle de esfuerzos y de heroísmos aquella entrega sin descanso a los intereses superiores? Debe insistirse: san Bernardo era un hombre delgado y delicado, de un temperamento poco robusto, de una salud que los ayunos, penitencias y el terrible régimen alimenticio de los principios de Citeaux, sin hablar de la desastrosa cura de un médico que era tan sólo un charlatán, habían destrozado por completo. Durante años y más años, le fue imposible tomar ningún alimento sólido sin sentirse acometido por vómitos, pero, por otra parte, tenía que ingerir continuamente un poco de líquido para calmar unos horribles dolores de estómago.

Y este hombre enfermo, debilitado por las abstinencias y vigilias, es el que camina, de Spira a Palermo, de Milán a Burdeos, en una época en que las comunicaciones no tenían comparación, en cuanto a comodidad, con las nuestras, en que los caminos estaban en malísimas condiciones, los puentes eran escasos y obligaban a menudo a hacer largos rodeos, en que los puertos eran tan peligrosos que el homónimo de san Bernardo de Clairvaux, el que llaman san Bernardo de Menthon, tuvo que fundar su célebre orden de regulares hospitalarios para socorrer a los viajeros. Nada, y menos aún las dificultades materiales, podía ser capaz de frenar el impulso del santo incansable: se estima que pasó por lo menos tres veces los Alpes en pleno invierno.

Las dificultades materiales, de todas maneras, eran poca cosa al lado de las que, en el terreno moral y político, podía encontrar un hombre de Dios. Los grandes siglos de la Edad Media, el XII y el XIII, están verdaderamente llenos de admirables figuras de héroes y santos, de episodios sublimes donde se expresa lo mejor de la naturaleza humana. Pero se encuentran en ellos también los peores episodios que muestran la violencia y la brutalidad desenfrenada, y unos ejemplares de humanidad que no nos atrevemos a calificar. No debe olvidarse que, mientras vivía san Bernardo, el rey de Francia, Luis VI, se veía obligado a dirigir personalmente guerras contra los señores salteadores que atacaban a los viajeros en los caminos a menos de diez leguas de París. En la misma época, Italia estaba a fuego y sangre; en Roma, los partidos enemigos, instalados en las ruinas antiguas como dentro de fortalezas, libraban batalla en las callejuelas y el Papa Lucio II resultaba muerto al intentar tomar el Capitolio por asalto. Apenas concluido el primer capítulo de la lucha entre el Papado y el Imperio, cuyo más célebre episodio había sido la humillación de Enrique IV en Canosa, los emperadores germánicos estaban a punto de reanudar, con sus ambiciones, la marcha sobre Roma, a través de una península donde se agudizaban los odios entre güelfos y gibelinos. Una fermentación social de una violencia a menudo terrible se observaba en todo el Occidente bajo la forma de un movimiento comunal de aire revolucionario y que en Francia acababa de ser marcada con el drama de Laon, en que el obispo Gaudry había sido asesinado por el populacho, y que en Roma se demostraba con la instauración de la dictadura demagógica de Arnaldo de Brescia. No, no era mucho más fácil, en aquella época que en la nuestra, el proclamar los principios de la verdad y de la justicia a una humanidad que tan abiertamente los infringía.



XII

LOS «ASUNTOS DE DIOS»

En medio de tales condiciones, tuvo que actuar san Bernardo. Su energía, su valor, sobrepasan a lo que pueden expresar las palabras. Hemos visto cómo, despreciando las dificultades materiales y la resistencia de su propio cuerpo, se prodigó durante un cuarto de siglo en desplazamientos y diligencias. Pero aún más admirable fue su energía moral, su intrepidez en dar testimonio de Dios. Había en aquel hombre tímido y reservado exactamente la misma santa violencia, la misma llama que ardía en el corazón de los profetas de Israel. Elías levantándose ante Acab y Jezabel para echarles en cara su crimen, Natán acusando al rey David de adulterio, son los antepasados del monje de Clairvaux.

«Los asuntos de Dios son los míos», exclamó un día; «nada de lo que le concierne me es extraño.» Se sabe responsable de la verdad que ha tenido la dicha de poseer y quiere que todos la reconozcan; a la Iglesia de la cual es hijo, la quiere totalmente fiel, esposa mística, a su divino esposo.

Cuando los «asuntos de Dios» están en peligro, ¡con qué violencia se levanta Bernardo! No tiene miramientos para nada ni para nadie, ni le importa ningún interés. Es directo, hiriente; su ironía, sus reproches, no dejan a nadie a salvo. Ejemplos: «Os mostráis odioso, intratable, a tal punto que había decidido no hacer nada más por vos. Desanimáis por adelantado a vuestros defensores y suscitáis a vuestros propios acusadores. En todas circunstancias no conocéis otra ley que la de vuestro capricho, no actuáis sino como déspota, sin pensar nunca en Dios ni sentir su temor...» ¿A quién se dirige esta amonestación? ¡A un arzobispo! «Aunque me encierre en el silencio y el retiro, no por esto dejará la Iglesia entera de murmurar contra la corte de Roma, mientras ésta continúe en sus errores actuales» ¿A quién se dirigía este seco aviso? Al mismo Papa...

Hay que reconocerlo: es una señal de la grandeza de la época que los poderosos hayan tolerado oir tal lenguaje y casi siempre aceptado someterse a las órdenes terminantes del santo. Se puede difícilmente imaginar a uno de nuestros modernos déspotas escuchando una voz igual sin, al instante, ahogarla en el más profundo calabozo.

Los «asuntos de Dios», san Bernardo los concibe de dos maneras. Se trata de Dios cuando su leyes infringida, cuando los preceptos que ha dado a los hombres son desfigurados; así estará en el corazón mismo de aquella gran corriente de «reforma» que había estado ya y estará durante toda la Edad Media, dentro de la conciencia de la Iglesia, una fuerza de perpetua renovación. Pero también se trata de Dios cuando su Iglesia se ve amenazada en su libertad, su soberanía, en el respeto que le es debido. Entonces, Bernardo interviene.

Aquí está Thibaut II de Champaña, señor directo de Bernardo, ya que Clairvaux está dentro de sus tierras. Es uno de los más grandes señores de Francia; la extensión de sus tierras sobrepasa la de los dominios reales. Aunque piadoso y generoso, es a veces orgulloso y brutal. En toda ocasión, Bernardo le llama al orden. Thibaut se niega a rendir homenaje al obispo de Langres, del cual detenta una tierra en feudo (la organización feudal daba lugar a veces a parecidas situaciones...). Los derechos de la Iglesia son discutidos; Bernardo interviene dirigiendo una amonestación tan categórica que el conde se somete. Otra vez, se presenta el segundo caso: la caridad ha sido transgredida; después de un duelo judicial, se le han hundido los ojos al vencido, los oficiales del conde han confiscado sus bienes. Bernardo clama contra esta barbarie y obtiene reparación para los hijos del desgraciado.

Episodios análogos, igualmente conmovedores, se encuentran en las relaciones entre el abad de Clairvaux y el mismo rey de Francia. Bernardo conoció a dos Capetos, muy diferentes. Luis VI «el Gordo» es un buen soberano, al cual Bernardo quiere y aprecia; pero tiene tendencia a hacer de la Iglesia un instrumento para su reino, y Bernardo lo desaprueba. Por ello mismo cuando, en 1127, el rey nombra senescal, es decir, generalísimo, a un prelado, Esteban de Garlande, archidiácono de Nuestra Señora, ¡con qué tono critica el gran monje la confusión de dignidades que tanto puede perjudicar a la Iglesia! Su ironía azota al nuevo senescal: ¿Celebrará la Misa con armadura o conducirá las tropas con alba y estola? Las protestas del santo son tan vehementes que el rey anula el nombramiento. Emplea la misma intransigencia en el conflicto que, poco tiempo después, opone Luis VI a Esteban de Senlis, obispo de París. Habiendo decidido éste último reformar su Cabildo, el rey, que teme que los canónigos se muestren menos dóciles a sus órdenes, ataca por el costado al prelado, confiscando sus bienes regulares. Protesta del obispo, que lanza un interdicto sobre la diócesis y, refugiándose en Sens, avisa a san Bernardo. ¡Que carta recibe el rey desde Clairvaux!: «La Iglesia depone contra vos un lamento desesperado cerca de su Señor; en vos, que fuisteis su defensor, ha encontrado a un opresor...» Hay cuatro páginas en este tono. A propósito de otra disputa llega el monje a tratar a Luis VI de «nuevo Herodes», lo que quizás es mucho decir... Digámoslo de nuevo: es admirable que ni por un momento el rey haya pensado en quitarse de encima a tan molesto profeta.

Uno de sus más célebres altercados, y el que mejor demuestra su valentía, es el que sostuvo contra el joven rey de Francia, Luis VII. Este príncipe es sabido que fue mediocre y su reinado perjudicial para la dinastía de los Capetos, puesto que su divorcio con Leonor de Aquitania costó a la corona alguna de sus más ricas provincias, y estuvo en los inicios de la guerra de los Cien Años. Por lo menos diez o quince veces, Bernardo hizo al rey severas exhortaciones. Es conveniente citar una página de una de sus amonestaciones: vale la pena.

«Desde que tengo el honor de conocer a Vuestra Alteza, os consta el ardiente fervor que he demostrado hacia ella. ¿No vio el pasado año mi aplicación infatigable en concertar con sus ministros los medios para restablecer la paz en su reino? Temo que ella haga mis esfuerzos inútiles. Parece ser que abandona a la ligera el buen camino en el cual estaba; que un consejero, inspirado por el demonio, le empuja a empezar de nuevo los males y estragos que se arrepentía de haber cometido ... Vuestra Alteza, por un secreto designio de Dios sin duda, lo concibe todo al revés; considera ofensivo lo que es honorable, honorable lo que le llena de vergüenza ... Por mi parte, cualquiera que sea la determinación que tome en contra del bien de su Estado, su propia salvación y la gloria de su nombre, no puedo, como hijo de la Iglesia, disfrazar el ultraje y la pena que alcanza a mi madre. Estoy resuelto a mantenerme firme y a combatir hasta la muerte, si es necesario. Sin escudo ni espada, emplearé las armas de mi estado; quiero decir oraciones y lágrimas.

«Por desgracia, hasta este momento -¡tomo al Cielo por testigo!- he rogado constantemente para la paz del reino y la prosperidad de vuestra persona. He defendido vuestra posición ante el Papa. Empieza a pesarme el haber disculpado, sin medida, vuestra juventud. De ahora en adelante me atendré a los hechos. Si continuáis, Señor, me atrevo a predeciros que vuestro pecado no estará mucho tiempo sin castigo. Con todo el fervor de un servidor fiel y afecto, os exhorto a abandonar vuestra maldad. Os lo ruego con dureza, pero recordad las palabras del sabio: ¡Heridas de amigo son mejores que besos de enemigo!»

Testimonio de la Iglesia ante las potencias laicas, san Bernardo es, con el mismo ardor, testimonio del Señor ante la Iglesia. Ha de señalarse que, después de que el ansia de reforma, nacida dentro del alma cristiana a principios del siglo XI, hubo tomado forma en las medidas decisivas de Gregorio VII, san Bernardo y sus hermanos de Citeaux, en el siglo XII, se lanzaron a fondo por el camino que trazó el gran Papa y marcaron la importancia de la obediencia a las órdenes del Pontífice y de la disciplina clerical. ¿ Han de ser diferentes los principios que rigen una orden monástica de los que se deben imponer a los cristianos sin distinción? No lo piensa así Bernardo: todo lo más admite una diferencia en la intensidad del esfuerzo que pide, en el grado de perfección que debe alcanzarse. Esta llamada a la santidad que él ha oído, quiere hacerla escuchar a la Iglesia entera.

Y antes que a nadie a sus jefes más altos, los Papas. Nada hay más característico que su conducta hacia el Papado; le admira y venera. Piensa, al igual que Gregorio VII, que el Papa «es el único hombre a quien todas las naciones deben besar las plantas». Pero esta excepcional situación quiere que lleve con ella al que la ocupa una exigencia igualmente excepcional. Nadie ha señalado tan bien los deberes del Pastor como el austero monje que por humildad evitó la tiara. Se le ofrece una ocasión, en 1145, de decir en voz alta lo que piensa: uno de sus «hijos», Bernardo de Pisa, es elegido Papa con el nombre de Eugenio III. Muy pronto le escribe -de 1145 a 1152- cinco cartas admirables que constituyen su famoso tratado De la consideración, su mejor obra, verdadera Carta del Papado. Siente afecto por aquel hombre, le habla con exquisita amabilidad: «¡Qué importa que os hayan elevado a la silla de Pedro! Ni que anduvierais por los aires, no podríais sustraeros a mi afecto: incluso bajo la tierra, reconoce el amor a un hijo.» Al mismo tiempo, ¡qué sublime severidad al recordarle la eminente dignidad del título que lleva!

«Sois el obispo de los obispos, y los apóstoles, vuestros antepasados, recibieron como misión colocar el universo a los pies de Jesucristo. Sois su heredero: el universo es vuestra herencia. Pastor de todas las ovejas y pastor de todos los pastores. Si es necesario, si el pecado lo merece, podéis cerrar el cielo a un obispo, deponerlo, lanzarlo a Satanás. Sois por excelencia el Vicario de Cristo.

Sin embargo, ¿en qué consiste vuestro poder? ¿En un terreno para explotar? De ninguna manera: es un deber que asumir. La cátedra pontificia os enorgullece; sin embargo, sólo es un puesto de vigilancia, un lugar elevado desde donde, como un centinela, podéis pasear vuestra mirada por encima del mundo. Este mundo, no es de vuestra propiedad; solamente sois responsable de él; pertenece a Cristo.

»-Pero, me diréis, estáis de acuerdo en que yo gobierno al mundo y me prohibís dominarlo? -Sí, en verdad. ¿No es gobernar de una manera excelente gobernar por amor? Habéis sido puesto a la cabeza del rebaño de Cristo para servirle, no para mandar sobre él. Añado además: no hay arma ni veneno que tema tanto para vos como el orgullo de la dominación.»

De hecho, Eugenio In seguirá estos preceptos y llevará, dentro de la gloria pontificia, la existencia austera de un monje de Citeaux «no dando al dinero más importancia que a una brizna de paja». En lo que le concierne personalmente será verdaderamente un «reformado».

No es suficiente. Bernardo sabe que los principios que se quedan en el terreno de las puras ideas son irrisorios. Por ello, pone los puntos sobre las íes. Los que rodean al Papa están echados a perder; la curia está llena de negociantes, de clérigos blandos y mundanos; incluso tiende a convertirse, dice el santo, en «una cueva de ladrones». Ha de verse con qué estilo mordaz hace el retrato de aquellas aves de rapiña. Los legados mismos están contagiados: «¿Sacrificarían la salvación del pueblo por el oro de España?» ¡Que cambie todo esto! ¡Que escoja el Papa hombres desinteresados y llenos de experiencia! Que no se limite a su camarilla romana, demasiado corrompida; que escoja «dentro del universo entero a los que deben juzgar el universo!»

La verdad que dice en Roma, no se la calla en otros lugares, donde haya necesidad de proclamarla. Uno de los ejemplos más célebres de su acción es la «conversión» de Suger. En Saint-Denis, abadía real, la fastuosidad de la corte es más corriente que la austeridad monacal. Suger, poderoso abad, es el consejero de Luis VI. Bernardo se atreve a decirle que su lujo es indigno, que un servidor de Dios debería avergonzarse de hacerse seguir en sus viajes por más de sesenta caballos; y la Corte, estupefacta, presencia este espectáculo: i un primer ministro renuncia a todo y se pone a vivir como un verdadero monje! De golpe, el político que tendía a sobrepasar en él al religioso se transforma: si Suger se convierte en el gran Suger, es porque Bernardo le ha persuadido de permanecer sacerdote que sirve a Dios como ministro de un rey en vez de un ministro que, por casualidad, se ha encontrado ser benedictino.

Bernardo está igualmente ligado a todos los episodios de la reforma, en el siglo XII. Sus discusiones con Cluny continúan siendo célebres: sus críticas de la gran orden, pudieron, en algunos aspectos, pasar de los límites; sin embargo, no se podría negar que tuvieron eficacia incluso entre los monjes negros. Igualmente, está en estrechas relaciones con el conservatorio de ascesis que es la Cartuja, en donde el prior es tan amigo suyo que Guillermo de Saint-Thierry asegura que formaban «un solo corazón, una sola alma». Interviene en la reorganización de los canónigos regulares y se mantiene en contacto con los premonstratenses de san Norberto.

El clero secular no escapa a su estricta solicitud. El cuadro que pinta de él es muy negro. De un extremo al otro de la Cristiandad, «los bienes de la Iglesia son malgastados en usos de vanidad y de cosas superfluas». Los mismos obispos dan el mal ejemplo y san Bernardo los señala intrépidamente con el dedo: Simón, que acapara Noyon y Tournai y engorda con las rentas de los dos obispados, o Enrique, que debe a la venalidad su ascensión a la silla de Verdun. ¡Reforma! He aquí el tratado sobre Las costumbres y deberes de los obispos, redactado a petición del arzobispo de Sens, Enrique le Sanglier. «¿Por qué lleváis galas como las mujeres, si no queréis que os critiquen como a ellas? Distinguíos por vuestras obras, y no por vuestros bordados y pieles. ¿Creéis cerrarme la boca al decir que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos? ¡Plazca al Cielo que me cerréis también los ojos! Pero, en el caso de que yo callara, hablarían todos los que son pobres, los que están desnudos, los que están hambrientos; se levantarían para gritar: «¡Es nuestra vida lo que asume vuestro lujo, vuestras vanidades nos roban lo necesario!»

Tono de profeta... Lo más admirable es que se acepte escucharlo. Se le llamará incluso para decidir elecciones episcopales discutidas en Tours, Langres, Rennes, York: aquel sencillo monje se convierte en la conciencia del alto clero. Cuando, por el contrario, señala para admiración a un cristiano como Malaquías, el gran obispo irlandés que muere en Clairvaux en 1139, éste pasará a ocupar un lugar en los altares.

El clero por sí solo no forma la Iglesia. La Iglesia es la multitud de bautizados. ¡Bernardo se guarda bien de olvidarlo! El celo devorador de aquel testimonio de Dios no descuida la sociedad laica. Las instituciones le parecen respetables en cuanto obedecen al ideal cristiano. Los príncipes reciben su poder de Dios; deben, pues, gobernar según su ley, proteger a los buenos, castigar a los malos, dar justicia a los oprimidos. Por ejemplo, escribe estas palabras inolvidables a la reina de Jerusalén: «¡Aprended a reinar de Jesús!» Pero a 10/5 que traicionan el ideal no les ahorrará sus críticas.

Las personas de mundo reciben de él sus más sentidas repulsas. Ved este caballero: sobre caballos adornados con oro y sedas, el yelmo centelleante de piedras preciosas, los faldones de una fina camisa flotando sobre las piernas: ¿es éste el uniforme de un combatiente de Cristo? Y ved estas mujeres, andando a pasitos, engalanadas como un templo, con sus pesados trajes de tejidos suntuosos, una diadema de oro fino aguantando el pañolin: ¿ son éstas las vestiduras de una mujer cristiana? Las ocupaciones de estos bautizados deficientes no son mucho mejores que sus trajes. Los hombres corren al combate por gusto al peligro y a la violencia: no se preguntan si la causa es justa ni si la intención es recta. Multiplican guerras privadas, torneos; y no piensan nunca que «la mejor ocupación es hacer que Dios os sea favorable». En cuanto a las costumbres de las mujeres, mejor es no hablar de ellas.

No se crea por ello que Bernardo guarda únicamente sus críticas para los ricos. No mide más sus palabras para los humildes, los campesinos, los burgueses. No titubea en mostrarlos interesados, egoístas y poco inclinados a la fidelidad conyugal No deben considerarse todas estas requisitorias como exhortaciones platónicas de predicador: a la llamada de aquella voz, los hombres se transformaban de verdad, la luz de Cristo entraba en las almas. Conciencia de su tiempo, san Bernardo actuó, sin duda, de la manera más eficaz para que la sal de la tierra no perdiera su sabor.



XIII

EL DEFENSOR DE LA FE



No sólo defendió la ley de Cristo en el terreno de la conducta moral, sino también, con la misma energía, en el terreno doctrinal. Su actitud se ha visto a menudo mal juzgada: se ha querido ver en él una especie de arrebatado, fanático, dispuesto a descubrir pretendidos errores, y feroz al combatir a los que sospechaba de mantenerlos. Pero estos testigos son sospechosos: Béranger de Poitiers dice que tenía «el alma llena de rencor», pero, siendo él mismo discípulo de Abelardo, también puede haber cedido al rencor...

Se le ha presentado también como un verdugo, pronto a encender hogueras, un predecesor de Torquemada. Es verdad que aceptó fuesen entregados los heréticos al poder secular y quemados -lo que, debe decirse, era la opinión más extendida en su tiempo. Pero ha explicado él mismo la actitud que debe adoptar la Iglesia ante el error. No debe, de buenas a primeras, recurrir a las armas, sino usar todos los medios posibles para convencer a los que se equivocan. Si persisten en su error, es decir, si se convierten en un peligro público, que se deje en este caso «morir a los que prefieren morir antes que volver a Dios».

Aquel siglo XII, que fue un tiempo de una fe extraordinaria, fue también una época de intensa fermentación espiritual, de una fermentación no exenta de peligros. A causa precisamente de que los problemas religiosos interesaban apasionadamente a los espíritus, las corrientes desviadas, las herejías, podían manifestarse. Es de todos conocido lo que fue, en el mediodía de Francia, el desarrollo de la doctrina llamada «cátara» o «albigense», hija lejana del viejo dualismo maniqueo, y cuán serios peligros hicieron correr a la Iglesia sus extraordinarios progresos. Eugenio III, llegado a Francia para predicar la segunda cruzada, tuvo que declararse horrorizado de lo que había constatado. ¿Cómo hubiera podido desinteresarse de aquel angustioso problema, el padre espiritual del Papa? Habiéndole alarmado su amigo Evernin, preboste de Stanfeld, en 1143, san Bernardo inició una polémica ardiente contra los partidarios de aquellas doctrinas, en particular Pedro de Bruys y Enrique de Lausana. Luego, cuando fue enviada una misión al lugar, dirigida por el obispo de Chartres, el cardenal Alberico Goeffroy, él formó parte de aquélla; lo que vio le afligió. «Las basílicas están sin fieles, los fieles sin sacerdotes, los sacerdotes sin honor; ¡sólo hay cristianos sin Cristo!», gimió el gran cisterciense cuando llegó al Languedoc. Valerosamente, se puso al trabajo, hablando en todo lugar, y en no pocos sitios su prestigio personal, el destello de su palabra, parecieron obtener algunos resultados. Pocos en verdad. Después de su partida, los heréticos tomaban de nuevo sus posiciones; sucedió incluso que en Verfeil se le prohibió hablar. Instaló a cistercienses en las provincias contaminadas: Grandsilve, Fontfroide, habían de ser diques contra la marea albigense. Si hubiese podido permanecer en el lugar, quizás hubiera herido mortalmente la herejía; pero partió, reclamado por otros asuntos. Ni el recuerdo de sus milagros ni el de sus palabras fueron suficientes para restablecer la situación.

El papel de defensor de la fe, que no pudo interpretar con tanta eficacia como quería en el conflicto albigense, lo asumió en muchas otras ocasiones. De igual manera entabló una lucha con un extraño personaje, orador maravilloso, dispuesto a fanatizar las muchedumbres Arnaldo de Brescia. Era un canónigo regular, de vida austera, lleno de ideas apocalípticas, un visionario al mismo tiempo que un tribuno. Las Ideas que profesaba no estaban muy alejadas de las que, en su sublime generosidad, habían inspirado a Pascual II, pero añadía a ellas unos elementos sociales y políticos que le hacían heredero de la Pattaria, aquella plebe violentamente reformadora que había conmovido Italia en el siglo anterior. ¡No más contaminaciones en los poderes! La autoridad civil solamente a los laicos! El clero, abandonando sus dominios y tierras, vivirá sólo de los diezmos y de la caridad pública. Condenado por su obispo en 1139, pasó a Francia, donde Abelardo: su amigo, le acogió con alegría y donde Arnaldo continuaba dispersando sus inquietantes ideas. Alarmado, san Bernardo intervino vigorosamente cerca del rey; no pedía que se le arrestara, sino que se le expulsara para impedirle hacer daño, y así se hizo. Se sabe que Arnaldo, saliendo de Francia, se instalo en Roma. Allí, sus exaltados discursos en contra de las taras de la Iglesia tuvieron una resonancia enorme. La mayor parte del pueblo, algunos elementos de la misma clerecía, se unieron a él. Convertido en una especie de dictador, Arnaldo soliviantaba a los romanos, prometiéndoles reconstruir la antigua gloria de la Ciudad, la Roma de los Conquistadores, la República, con su Senado, su orden ecuestre, el Tribunal del Pueblo ... Así mismo cuando en 1145, Eugenio III con la ayuda de Roger de Sicilia pudo volver a Roma, se vio obligado a entrar en componendas con el terrible tribuno. Pero, cuando apareció en la escena del mundo la talla de un gran emperador germánico, el tribuno no tenía que pesar mucho ante él. Llevando con él al Papa Adriano IV, Federico Barbarroja avanzó hacia Roma y ocupó por sorpresa la Ciudad Leonina, mientras que el resto de la ciudad quedaba en poder del pueblo. El 18 de junio, tras las puertas de San Pedro, debidamente cerradas, tuvo lugar la ceremonia de la Coronación Imperial. Cuando la población, alarmada por las ovaciones de los soldados, se abalanzó hacia la basílica, una carga mortal la rechazó. «Ved», dijo un seguidor del emperador a los vencidos, «en vez de oro, os dan hierro; es la moneda que usan los germanos.» Poco después, Arnaldo era preso, colgado, quemado, sus cenizas tiradas al Tíber; el Papa reconstituía su poder sobre las ruinas de la República. El peligro que san Bernardo había denunciado estaba ya descartado.

Menos dramático en sus resultados, aunque no menos violento en sí mismo, fue el conflicto que enfrentó el cisterciense a Gilberto de la Porrée. Era éste un sabio obispo de Poitiers que al tratar de la distinción entre Dios y la divinidad había expuesto tesis altamente heterodoxas. Denunciado a san Bernardo por dos de sus propios sacerdotes, el obispo, sostenido fuertemente por la amistad de varios cardenales escapó de la furia de sus adversarios, pero aceptó corregir sus textos, bajo la vigilancia del preboste de los premonstratenses, Gotescale.



XIV

BERNARDO FRENTE A ABELARDO

Hay, sin embargo, un caso más notorio aún en el que Bernardo se encontró lanzado a un conflicto tan dramático que ha tomado valor de símbolo: su duelo frente a Abelardo. Al tratar de ello, se ha dado el caso de que algunos comentaristas le han tratado de fanático, de enemigo del progreso, hasta de mantenedor de un sórdido obscurantismo. Es bastante absurdo acusar de fanatismo al hombre que intentó siempre hacer triunfar la Caridad de Cristo más que los métodos de la fuerza. En cuanto a llamar enemigo de la inteligencia al que fue gran escritor, aquél del cual dijo tan bien Etienne Gilson «que ha renunciado a todo menos al arte de bien escribir», esto raya en lo absurdo. Lejos de menospreciar la inteligencia y sus actividades, decía bellamente: «No es conveniente que la esposa del Verbo sea estúpida.»

Sólo que las actividades de la inteligencia las colocaba en segundo término en el orden de las facultades cognoscitivas. Según él, no es con la dialéctica ni con la ciencia que puede alcanzarse lo único que merece ser alcanzado; al igual que su amigo Guillermo de Saint Thierry, pensaba que «más que la razón y sus sutiles búsquedas, vale el sencillo amor de un corazón puro». Antes de comprender y explicar el dogma, hay que vivirlo...; toda la esencia de su tratado sobre El conocimiento de Dios no tiene otra conclusión.

La fe vivida, superior a cualquier actividad de la inteligencia, éste es el principio sobre el cual no podrá transigir, y por defenderlo entró en conflicto con Abelardo.

¿Quién era éste? Se le ha de conocer para poder comprender la violencia con que le combatió san Bernardo. Por otra parte, es difícil ser totalmente justo para con este genio desequilibrado, cuyas audacias contribuyeron, sin embargo, a hacer progresar el pensamiento y al mismo tiempo prepararon el florecimiento del siglo XIII. El joven noble de Nantes -que por su ignorancia en matemáticas recibió el sobrenombre de «bon à lécher le lard»-, Abelardo, había manifestado desde su adolescencia la pasión del conocimiento, pero también un inquietante prurito de éxito personal, de originalidad fuese como fuese. Alumno, sucesivamente, de Roscelin en Compiegne, y luego, en la escuela de Nuestra Señora de París, del muy docto Guillermo de Champeaux, apenas cumplidos los veintitrés años había combatido violentamente la doctrina de sus dos maestros, el nominalismo de uno, el realismo del otro. Atraído a Laon por la fama de un maestro llamado Anselmo, pronto se había separado de él declarando caritativamente que «el fuego de aquel hombre hacía mucho humo, pero no alumbraba». A partir de aquel momento, se lanzó por su propia cuenta a la enseñanza. La escuela de Santa Genoveva, que tomó en sus manos, eclipsó pronto la de Nuestra Señora y la de San Víctor.

Alrededor de su cátedra hubo hasta cinco mil alumnos, entre los cuales algunos personajes célebres, o que habían de serlo: futuros obispos, futuros cardenales, e incluso un futuro Papa. Había como para trastornar un cerebro. Tenía cuarenta años cuando su vida empezó a desequilibrarse. Nadie ignora el drama -en el que se mezclan lo trágico y lo ridículo- de sus amores con su mejor alumna, Eloísa, que en aquel entonces contaba dieciocho años, ni la espantosa venganza que le infligió el tío de la muy propicia víctima. Convertido en sacerdote de la abadía de Saint-Denis, no pudo aceptar el silencio del claustro. Se le vio sucesivamente profesar en un priorato de la Brie, condenado por primera vez por un concilio provincial a quemar su libro sobre la Trinidad y a encerrarse en una celda; salido pronto de allí, construir en Nogent-sur-Seine el «ermitaje del paráclito», donde afluyeron millares de estudiantes y cerca del cual Eloísa fundó una comunidad de mujeres; finalmente, de nuevo en París, encontrar otra vez los auditorios gigantescos de su juventud. Alabado por unos, mortalmente atacado por otros, aquel hombre tenía el poder de no dejar a nadie indiferente.

Su obra es extensa: tratados filosóficos sobre la dialéctica, la moral y sobre Porfirio; ensayos exegéticos, particularmente sobre la Epístola a los Romanos, y -sin olvidar su correspondencia con Eloísa, que tanta belleza contiene- sobre todo sus Tratados de Teología, el Sic et Non, la Teología cristiana (1138) y La Introducción a la Teología. Esta enumeración nos da idea clara de la influencia de aquel profesor deslumbrante, de aquel animador del pensamiento. Dialéctico de clase excepcional, contribuyó a perfeccionar los métodos de la escolástica; él fue quien introdujo la «disputatio», crítica de los textos; su teoría del conocimiento fue ciertamente el origen de un esfuerzo hacia lo concreto y lo real que se verá realizado por sus sucesores. ¿Por qué debía ser condenado? ¿Por incrédulo? De ninguna manera; era profundamente cristiano, se confesaba hijo sumiso de la Iglesia, «aceptando todo lo que enseña, condenando todo lo que condena». ¿Por herético? Es mucho decir. Sus adversarios le acusaban de «hacer pensar en Arrio cuando hablaba de la Trinidad, en Pelagio cuando hablaba de la Gracia, en Nestorio cuando hablaba de la persona de Cristo» (san Bernardo); de hecho era más una orientación general que una conclusión. Hay espíritus que sólo se encuentran a gusto bordeando el abismo. El fondo del problema se encontraba en su concepción de las relaciones entre la razón y la fe. «No se puede creer lo que no se entiende», decía; esto era lo contrario de las tesis de san Anselmo. La fórmula «fides quaerens intelllectum», la substituía por: «intellectus quaerens fidem». ¿Distinguía suficientemente las razones de creer y las verdades que hay que creer? ¿Se daba cuenta de que hay puntos donde el intelecto nunca podrá llegar? Llevada al extremo, su doctrina hubiera privado de su substancia al dogma y reducido a nada la fe. Su esfuerzo podía ser provechoso con la condición de que quedase dentro del marco de los dogmas y que reconociera los misterios; pero para realizar este equilibrio, hubiera sido necesario un hombre infinitamente menos orgulloso, infinitamente más lleno de Dios y sometido a la Gracia; este hombre será santo Tomás de Aquino.

Así era Abelardo, al cual es difícil negar la atención y la estima. Se comprende la extraordinaria audiencia que encontraba entre la juventud. Aquel hombre estaba devorado por la pasión de pensar, igual que otros lo están por las pasiones carnales. Decía que no podía permanecer impasible ante un problema; tenía que encontrarle una solución. Tal deseo aplicado a los misterios de la fe podía acarrear catástrofes. Si se hubiese escuchado a aquel campeón de la razón y del espíritu crítico, ¿qué quedaría de las claras afirmaciones del dogma, de los principios de la fe? Unos temas de discusión sutiles, que todos resolverían a su gusto. Se habría llegado, por una evolución que será la del racionalismo, a suprimir la diferencia entre lo que atañe a la razón y lo que la sobrepasa, entre sabiduría humana y revelación.

Basta haber indicado la finalidad a que apuntaban las enseñanzas de Abelardo, de una manera más o menos consciente, para comprender los motivos que tuvo san Bernardo de entrar en escena para combatirla. Le dio la alarma su amigo Guillermo de Saint-Thierry, que le enseñó la Teología cristiana de Abelardo, diciéndole simplemente: «Vuestro silencio es un peligro». El abad de Clairvaux intentó al principio excusarse, arguyendo que él era poco dialéctico para enfrentarse con el mejor mantenedor de la dialéctica. Pero, en 1140, entre un grupo de estudiantes atraídos por su voz a Citeaux, san Bernardo encontró a un discípulo de Abelardo; se dio cuenta de la nefasta influencia del filósofo. Probó entonces de actuar directamente cerca del maestro, pero aquél en pleno favor del público, se resistió. Provocando él mismo su propia perdición, reclamó la reunión de un concilio en el que defendería sus tesis. El concilio tuvo lugar, en efecto, en Sens, el año 1141, y san Bernardo asistió.

La actitud de los dos adversarios tenía que ser muy diferente; el uno era un intelectual, seguro de sí mismo, de su. pensamiento, de sus métodos dialécticos; aniquilaba de entrada al monje borgoñón. El otro era un espiritual, un alma llena de Dios, que no buscaba en absoluto su gloria personal, que sólo quería dar testimonio de la Palabra. Abelardo veía en el concilio una especie de academia ante la cual podría librarse a la esgrima de unas ideas; Bernardo lo consideraba como un tribunal que tenía que juzgar a un sospechoso. Por esto mismo el cisterciense no permitió que su adversario se colocase en un terreno de su elección; arremetió desde buen principio. Afirmaba precisamente que los temas que Abelardo pretendía discutir no eran temas de discusión. La fe se acepta o se niega, pero el dogma es un bloque y no soporta verse desencajado a capricho de todos. Sorprendido por este ataque, desconcertado, abrumado desde la entrada en juego por una lluvia de citas sacadas de las Escrituras, comparado sucesivamente a Arrio, Nestorio y Pelagio, Abelardo sintió que el suelo le fallaba y vaciló.

En aquel duelo, incontestablemente, el hombre de su tiempo, el cristiano medieval típico, era san Bernardo. Representaba la tendencia, característica de la época de considerar ejemplar el pasado y determinante en sí, la fe sola por el «alfa» y «omega»; mientras que su adversario encarnaba un movimiento atrevida o temerariamente progresivo. Es verdad que, en lo sucesivo, las ideas de Abelardo han podido actuar felizmente sobre la evolución del pensamiento cristiano; pero, «hic et nunc», constituían un peligro para una sociedad cuya fe más sólida era el parangón. Se puede ser simplemente culpable de estar demasiado adelantado a su tiempo.

Sin embargo, al terminar de invocar este episodio dramático de la historia cristiana, conviene añadir un detalle que da un tono tierno a la figura del gran luchador de Dios. Vencido, Abelardo intentó apelar al concilio al Papa. Pero no tuvo tiempo de llegar a Roma. Cayó enfermo en Cluny y la condenación romana terminó de abatirle. Enterado del hecho, san Bernardo fue allí inmediatamente, para que su adversario no pudiese llevarse a la tumba el vivo dolor de los golpes que había tenido que infligirle. Bajo la égida de Pedro el Venerable, los dos hombres diéronse el beso de la paz. Poco después, instalado en el priorato Saint-Marcel, cerca de Chalon-sur-Saône, el antiguo maestro del barrio latino era sorprendido «por el visitante angélico, en santa oración y temor de Dios».



XV

HOMBRE DE ESTADO

Puede pensarse que, aun interviniendo, como acabamos de ver, en defensa de la fe, un monje como Bernardo de Clairvaux no se salía de sus dominios. Pero se ha de añadir en seguida que en otras muchas circunstancias salió de su celda y se encontró mezclado en asuntos que a primera vista no tienen relación alguna con las actividades de un contemplativo.

En Dijon, capital de su provincia natal, las placas indicadoras de la plaza que lleva su nombre dan una precisión bastante inesperada: «San Bernardo, hombre de Estado». Intención laica, pero bonito cumplido. Es del todo exacto decir que en su tiempo san Bernardo fue de verdad hombre de Estado, acaso el más influyente y ciertamente uno de los más eficaces. Ni Inocencio III ni aun san Luis pueden serle comparados.

Llamado, pues, a intervenir en los asuntos del mundo por la misma conciencia de la cristiandad, requerido para arbitrar los conflictos políticos, sólo porque era considerado como el portador de Dios, el gran monje .blanco tuvo que abandonar constantemente su querido monasterio de Clairvaux y recorrer los caminos del mundo. Haciéndolo, sólo pensaba cumplir su deber. Repitamos su frase: «No sentiré nunca interrumpir una meditación apacible si veo germinar en un alma la semilla de la Palabra». Esto explica el hecho, tan paradójico al parecer, de que aquel contemplativo haya ido, desde 1127 hasta su muerte, sin cesar por montes y valles, «pajarito desplumado siempre exilado de su nido» y que haya tenido un papel de primera importancia en todos los grandes acontecimientos de su época.

No es que encontrara placer en ello ni que buscara la ocasión de ponerse en evidencia. Al contrario; al solicitarlo para actuar, oponía resistencia, dudaba, esperaba, reflexionaba, se hacía explicar minuciosamente por qué se recurría a él. Y, finalmente, si aceptaba, era para obedecer las órdenes de un superior, por caridad hacia sus hermanos, hacia la Iglesia o por fidelidad a la verdad y a la justicia. Podía estar descuartizado entre su ideal monástico y la obsesionante actividad en que se hallaba; sabía que era, portándose de aquella manera, profundamente fiel a lo que Dios esperaba de él, que obedecía a su vocación. No fue «aunque» místico, sino «porque» místico, que san Bernardo fue hombre dé acción. Sería imposible enumerar todos los casos en que la acción de san Bernardo había de ser determinante. Las ocasiones que tuvo de actuar pudieron ser grandes o pequeñas; desde el momento en que los principios de Cristo eran infringidos, nunca creía perder el tiempo.

Vedle en acción. El rey de Francia Luis VII ha entrado en conflicto con su vasallo Thibaut de Champaña, el mismo Thibaut al que san Bernardo tuvo que reprender a causa del duelo judicial que ya se ha visto. Pero esta vez la justicia está del lado del conde y los ejércitos reales saquean la Champaña. El cisterciense salta, protesta, se interpone entre los combatientes y, finalmente, pone fin a las hostilidades.

Génova y Pisa, una y otra ciudades marítimas de gran riqueza, después de haber sido durante mucho tiempo rivales comerciales, poco a poco han dejado que sus relaciones se fueran envenenando, y la guerra está a punto de declararse. Bernardo lo sabe. Elementos moderados reclaman su arbitraje. Y, pasando en seguida los Alpes, negocia tan hábilmente con las dos ciudades que restablece la paz.

En las orillas del Rin, acaba de estallar un drama. Los señores alemanes, más diligentes en pedir dinero prestado a los judíos que en devolvérselo, están organizando una gran matanza que, con el pretexto del odio racial, los librará de sus acreedores. Un monje cisterciense llamado Rodolfo es el agente de esta horrible operación. Colonia, Maguncia, Worms, Espira, Estrasburgo, están ensangrentadas. Informan a Bernardo de los hechos. Marchándose rápidamente de Flandes, donde predicaba la Cruzada, corre a orillas del Rin, habla, exhorta, fulmina y la matanza termina.

Se podría continuar lago rato explicando parecidos episodios en los que el prestigio del gran santo fue suficiente para imponer unas soluciones humanitarias y sabias. Pero dos episodios más notorios aún enseñan más claramente la importancia de su acción.



XVI

EL CISMA DE ANACLETO

Honorio II se está muriendo. Las familias Pierleone y Frangipani se agitan dentro del seno del Sacro Colegio. Arrastran al moribundo hasta el monasterio de San Gregario, en el monte Coelius, lo muestran a la muchedumbre que alborota. Expira la noche del 13 al 14 de febrero de 1130, se le entierra a la madrugada y los seis cardenales que moran en el convento eligen a Gregario de Sant-Angelo, partidario de los Frangipani, que toma el nombre de Inocencia II; otros cardenales confirman la elección. En seguida el cardenal Pierleone denuncia este rápido procedimiento, reúne a sus amigos y se hace elegir con el nombre de Anacleto II. Los dos Papas se hacen consagrar el 23 de febrero, el uno en Santa María Novella, el otro en San Pedro. Los dos invocan el apoyo de Lotario IlI, Inocencio le promete la corona imperial; indeciso, el rey de Germania no se pronuncia. Hábil político que sabe distribuir el oro con pleno conocimiento, AnacIeto obliga a su rival a abandonar Roma. Inocencio se retira a Francia.

La cristiandad tiene dos cabezas. Canónicamente el conflicto es insoluble, ya que las dos elecciones han sido manchadas con irregularidades. Según sus intereses, van a dividirse las naciones. La unidad cristiana está en peligro. Luis VI convoca un concilio en Êtampes y pide que se delibere sobre los méritos personales de los dos pretendientes; hace venir al abad de Clairvaux para que ilumine la asamblea. Bernardo está indeciso, pero una visión divina le decide a responder. El abad de Clairvaux es árbitro de la Iglesia universaI. Invoca argumentos de tres clases a favor de Inocencio II: piadoso, desinteresado, moralmente es el más digno; ha sido elegido por la parte «más sana» del Sacro Colegio, es decir, por la mayoría de cardenales-obispos, a los que, de hecho, el decreto de Nicolás II sobre las elecciones pontificias daba, desde 1059, un papel preeminente en la elección del Pontífice; ha sido consagrado por el obispo de Ostia según la tradición. Los obispos aceptan la sentencia, Luis VI proclama su fidelidad a Inocencio, el cual, desde Clermont, excomulga a su adversario.

Pero ¿de qué serviría esta decisión si la cristiandad permaneciera dividida? Bernardo quiere unir los demás Estados cristianos a Inocencio. Se entrevista con el rey de Inglaterra, Enrique I Beauclerc, y vence su resistencia. En Alemania, al mismo tiempo, actúa san Norberto, arzobispo de Magdeburgo, que conquista a Lotario para la buena causa: el Papa y el rey de Germania se encuentran en Lieja, en marzo de 1131; el príncipe conduce el caballo de Inocencio y multiplica las muestras de deferencia; ¿será para mejor preparar el terreno de las reivindicaciones de carácter totalmente político? Bernardo «se le opone como una muralla», dice su biógrafo, y Lotario promete acompañar al Papa a Roma. En espera de ello, Inocencio va a Clairvaux, donde los pobres monjes lo acogen, lo llevan a su desnuda capilla y comparten con él su humilde comida. En Reims, Bernardo está a su lado para recibir la adhesión de Aragón y Castilla al papa Inocencio. Luego interviene en Aquitania, donde el duque Guillermo, arrastrado por el obispo Gerardo de Angulema, ha reconocido a Anacleto; su éxito es efímero; Gerardo vence de nuevo y obtiene la silla de Burdeos; Bernardo lo hiere con dura ironía y persuade a sus sufragáneos a excomulgarle.

Mientras tanto, Inocencio ha entrado en Italia, donde Lotario inicia unas operaciones militares. Llama a Bernardo en enero de 1133 para reconciliar Génova y Pisa, cuyo buen acuerdo es necesario para contrarrestar al poderoso Roger de Sicilia, partidario de Anacleto. El cisterciense se convierte en diplomático: arregla hábilmente la paz, y la población de Génova le depara una acogida triunfal. Se ve a la muchedumbre aglomerarse en las predicaciones que da tres veces al día. Sin embargo, cuando ya está a poca distancia de Roma, a Lotario le falta dinero: Bernardo reclama unos subsidios al rey de Inglaterra, y los obtiene. Finalmente, el 30 de abril, Inocencio entra en la Ciudad Eterna, y el 4 de junio corona a Lotario. Bernardo vuelve apresuradamente a su monasterio, con la esperanza de haber terminado su labor.

Pero en septiembre, faltado del apoyo de las tropas imperiales, acosado por los guerreros de Anacleto, que se mantiene sólidamente en el castillo de Sant-Angelo, Inocencio tiene que salir de nuevo de Roma. Bernardo emprende otra vez el camino y, como lo hace constar Georges Goyau, en adelante es menos «el abogado del Papa que el mismo tribuna de la unidad de la Iglesia».

Por Nantes, llega a las tierras de Guillermo de Aquitania; le grita: «Hay una sola Iglesia: es el arca que lleva en ella la salvación del mundo; fuera de ella, por un justo juicio de Dios, todo ha de perecer como en los tiempos del diluvio». Después de una misa que tuvo que oír desde el exterior de la iglesia, ya que estaba excomulgado, Guillermo se reconcilia con Inocencio. El cisma ha terminado en Francia.

Pero, fuera de allí, la situación continúa siendo grave, pues Anacleto tiene detrás suyo al rey de Sicilia, Roger, que quiere dominar Italia mediante el antipapa. Paralelamente, Lotario está en conflicto con los Hohenstaufen, y esta guerra le impide iniciar una nueva expedición más allá de los Alpes. Se han de arreglar los asuntos germánicos. Bernardo corre hacia allá, y cruza el Rin a principios de 1135. Siempre fue una de las grandes ideas del abad de Clairvaux la amistad que tendría que unir al Papado con el Imperio para dar a la cristiandad unas bases más estables. Comparece, pues, en Bamberg, donde el. emperador recibe la .sumisión de sus enemigos. Más tarde, atravesando los Alpes en pleno invierno, penetra en Italia, dirigiéndose a Pisa, donde Inocencio II ha reunido un concilio para hacer el recuento de sus partidarios. «San Bernardo», dice un historiador de su tiempo, «fue el alma del concilio, que duró ocho días». En los intervalos entre las sesiones públicas, se veía asediado por los que tenían algún asunto grave que resolver. Parecía como si aquel humilde monje dominase por completo todas las cuestiones eclesiásticas.

La excomunión alcanza a Anacleto; el interdicto, las tierras de Roger. Delegados de Milán traen la promesa de unión de la gran ciudad, a condición de que la destitución del arzobispo Anselmo sea confirmada. El concilio consiente en ello y envía a Bernardo a Lombardía para evitar cualquier incidente. A su paso, las gentes se atropellan: todos quieren verle, oírle, tocar su cogulla, cortar de ella un pedazo. Le ofrecen el arzobispado. No lo quiere. Vuelve por segunda vez allí para afirmar la primacía de la silla romana. Luego, por caminos montañosos, en donde le escoltan los pastores, marcha hacia Clairvaux.

¿Había terminado, por fin? ¡Aún no! Estaba desarrollando sus sermones sobre el Cantar de los Cantares, cuando recibe una llamada del Papa. Por tercera vez corre a Italia. El ejército de Lotario había conquistado casi toda la península, pero Anacleto ocupaba sólidamente algunos barrios de Roma y Roger era inexpugnable en Sicilia. Entre el Papa y el Emperador promovíanse discusiones acerca de la soberanía de la Apulia y de la personalidad del abad de Montecassino. Bernardo la solucionó; en un momento dado, incluso gobierna él mismo la famosa abadía. Más adelante, en octubre de 1137, cuando Lotario, desengañado, enfermo y desobedecido, marchaba hacia el Norte, acepta negociar directamente con Roger. Su estado de salud es malísimo; se compara al pálido espectro de la muerte. Se encuentra en Salerno con el rey de Sicilia y Pedro de Pisa, el canonista, que hacía la defensa de Anacleto. Sus exhortaciones para restablecer la unidad de la Iglesia no convencen de modo alguno al primero, pero conmueven al segundo, que va a prosternarse a los pies de Inocencio.

Se acerca el final. Lotario muere el 4 de diciembre, Anacleto expira el 25 de enero de 1138. Algunos obstinados eligen un nuevo antipapa, Víctor VI; pero una noche éste se reúne con Bernardo y el día de Pentecostés implora la clemencia de Inocencio II. Lo que Bernardo había defendido, se había salvado. Le hubiera gustado que el vencedor no abusase de su triunfo, prodigó consejos de moderación: no pudo evitar las represalias, que alcanzaron a los partidarios de Anacleto, y también a Pedro de Pisa; su último acto fue una protesta generosa pero ineficaz.

En aquella lucha de ocho años, en que lo que estaba en juego era nada menos que la unidad de la Iglesia, Bernardo había sido el gran luchador; según sus mismas palabras, había «trabajado y sufrido» con la Iglesia. A través de todo el occidente, con un ardor de misionero y una habilidad de hombre de Estado, había capitaneado el buen combate. La túnica de Jesús, que había sido sin costura, debía permanecer inconsútil.

Sin embargo, en la cúspide de los honores y del triunfo, el campeón de la Santa Sede, el interlocutor de monarcas, el Maestro de tantas asambleas, el árbitro de la Iglesia, ¿a qué aspiraba? ¡A la austera tranquilidad de su celda! «Vuelvo a toda prisa», le escribe al prior de Clairvaux, «Y traigo una recompensa: la victoria de Cristo y la paz de la Iglesia».



XVII

LA SEGUNDA CRUZADA

Sin duda éste es el punto culminante de tan brillante carrera.

Durante la Semana Santa del año 1146, los caminos de Borgoña vieron pasar hileras de peregrinos, llegados de toda Francia, que se dirigían a Vézelay. y en el día de Pascua, en la alta colina, con un paisaje maravilloso, la muchedumbre se apiñaba alrededor de la basílica, insuficiente para ellos. Hacia ya casi medio siglo que tras muchos sufrimientos, las barones de Godofredo de Bouillon habían conquistado Jerusalén. Pero después del triunfo del 14 de julio de 1099 se había visto claramente la fragilidad de tal conquista. El feudalismo había llevado a Tierra Santa, amenazada por el infiel, sus hábitos de indisciplina. A finales del año 1144, Zennni, gobernador turco de Mosul, se había apoderado de Alepo y había ganado a los cristianos Edesa, posición avanzada que vigilaba el camino hacia Mesopotamia. Su hijo Nureddin, al año siguiente, había recobrado la plaza liberada por poco tiempo y había hecho una gran matanza de habitantes. Al grito de dolor que llegaba de oriente, se conmovió la cristiandad y un gran movimiento de Cruzada levantó de nuevo las almas.

El rey Luis VII sueña entonces con una gran empresa que colocará su nombre entre el de los gloriosos; ¿no había jurado sobre unas reliquias hacerse cruzado? Quiere irse. Una primera asamblea, reunida en Bourges, le hace ver que el entusiasmo de la nobleza ya no es el del siglo pasado. Ahora se miden mejor los riesgos, y se sabe lo que cuesta en dinero y en sangre de héroes la gran aventura de oriente. Si a veces le faltaba prudencia a Luis VII, no le faltaba, sin embargo, valor. Les cita a todos en la colina de Vézelay y llama a san Bernardo en su ayuda.

El abad de Clairvaux es ciertamente partidario de la Cruzada y, como siempre, por razones profundas en relación con amplias miras espirituales. Pero tiene demasiado sereno el sentido para no considerar las dificultades. Pide una orden al Papa. Éste, Eugenio III, antiguo monje de Clairvaux, se agita entonces entre los motines populares y las intrigas nobiliarias de Roma. Tarda algún tiempo en aceptar, firma la bula y san Bernardo entra en acción. Lo que fue la llamada del santo, lo suponemos viendo los resultados. Las masas de peregrinos, conmovidas hasta el alma, reclaman el honor de cruzarse sin más tardanza. ¡Dios lo quiere! Faltó tela para las cruces que todos querían coser, en el acto, sobre sus vestidos. Bernardo tuvo que dividir su traje entre sus oyentes. Se vislumbra el desquite sobre los infieles, la definitiva instalación de los cristianos en Tierra Santa, tan sólidamente que el turco no podrá nunca más entrar en ella. Al igual que Urbano II, después del concilio de Clermont, Bernardo recorre las provincias para reclutar soldados: visita la Borgoña, Lorena, Flandes, manda aviso al conde de Bretaña;

«A instancias del señor rey y obedeciendo una orden del Papa, hemos ido a Vézelay durante las fiestas de Pascua. Allí, bajo la acción del Espíritu Santo, rey, príncipes y pueblos, todo el mundo se ha armado con el signo de la Cruz. Esta bendición se ha extendido a toda Francia, y todos, gustosos, acuden para recibir sobre su frente y hombros .la señal de salvación. Como vuestro país es fecundo en hombres valientes y ricos, en jóvenes aptos para las armas, conviene que os alistéis entre los primeros a esta santa obra y que forméis bajo las banderas del Dios vivo. Adelante, generosos soldados, ceñid la espada, no abandonéis a vuestro rey, el rey de los francos. ¿Qué digo? No abandonéis al Rey de los Cielos, para quien emprende aquél tan laborioso viaje.»

Parece ser que Eugenio III no pensó en una fuerza militar reclutada en otros lugares que no fueran Italia o Francia. Pero las circunstancias y el ardor de Bernardo ampliaron el primitivo proyecto. Habían avisado al abad de Clairvaux que un monje cisterciense llamado Rodolfo levantaba las poblaciones renanas en contra de los judíos. Allí fue para restablecer la calma. Aprovechando la ocasión de su estancia, tuvo la idea de invitar a Conrado III y a los alemanes a la Cruzada. El entusiasmo de los grandes señores fue débil, pero los caballeros pobres aceptaron combatir en Tierra Santa. Bernardo compareció en la dieta de Espira el 27 de diciembre, arengando a Conrado como lo habría hecho el mismo Cristo: «¡Oh, hombre!, ¿qué es lo que tenía que hacer por vos que no haya ya hecho?» Obtuvo que el soberano mandara el ejército germano, y le entregó el estandarte sagrado. Mientras tanto, en Saint-Denis, Eugenio III entregaba a Luis VII el bordón de peregrino.

La Cruzada va a iniciarse de nuevo y Bernardo la concibe como una ofensiva general de la cristiandad contra los infieles y paganos. Intenta arrastrar a Inglaterra, Bohemia, Baviera, Polonia, los Estados Escandinavos. ¡No debe combatirse solamente contra los infieles de Palestina! En la primavera de 1147, en Francfort, lanza a la nobleza germana en contra de los eslavos del este del Elba. Y en todo lugar la cristiandad combate por la fidelidad. Es la época en que Alfonso Enríquez, ayudado por cruzados ingleses y flamencos, se apodera de Lisboa, Roger II de Sicilia se hace suyas las costas africanas de Trípoli hasta Túnez. Grandioso plan, sin duda ideado por Bernardo. Por desgracia, la cruzada oriental, pieza esencial de aquel conjunto, termina con un lastimoso fracaso.

Se admite difícilmente la irreflexión inconcebible con que fue concebida esta Cruzada; Luis VII y Conrado III, en vez de aunar sus fuerzas, actuaron cada uno por sí solo. El emperador quiso atravesar el Asia Menor; traicionado por los griegos, rodeado por los turcos, perdió en Dorilea las nueve décimas partes de su ejército. Bordeando el litoral, los franceses sufrieron también importantes pérdidas en la región de Latakyieh. Luego hubo un principio de escándalo provocado por la reina Leonor; en Antioquía, se negó a seguir adelante con su marido; las malas lenguas chismorrearon a gusto, pues el bello Raimundo de Aquitania, el propio tío de la joven dama, estaba precisamente en Antioquía, y Luis VII, a cuyos oídos llegaron tales rumores, se llevó a la fuerza a su esposa hasta Jerusalén. Llegados difícilmente a la Ciudad Santa, los dos soberanos, en vez de dirigirse en contra de Nureddin y reconquistar Edesa y Alepo, se dejaron alcanzar por las intrigas que llenaban aquella corte oriental y atacaron Damasco, cuyo gobernador había sido, sin embargo, buen amigo de los francos. Fracasaron, además, en su empeño. En aquel momento, Suger, que gobernaba en Francia en ausencia del rey, avisó a Luis VII de que, por bien de su Estado, sería oportuno que regresara sin más tardar. Los dos cruzados con corona se fueron, pues, de nuevo a Europa, sin haber hecho otra cosa que agravar la situación de los cristianos de Oriente.

Este fracaso fue para Bernardo un rudo golpe. Todos los enemigos que se había ganado por su intransigencia proclamaron en voz alta que él era el verdadero responsable, ya que había predicado la Cruzada. Tuvo que escribir una verdadera justificación de su conducta; consta en el De consideratione, que es en parte su testamento espiritual y donde ya hemos visto sus ideas sobre el papel de los Papas. Confesaba claramente su fracaso, añadiendo que no se le tenía que imputar a la Providencia, sino a las faltas de los cristianos y que así «las promesas de Dios quedaban intactas, ya que ellas no prescriben contra los derechos de su justicia».

En seguida, venciendo su aflicción, encuentra estas palabras admirables:

«Recibo gustoso los azotes de la maledicencia y las flechas envenenadas de la blasfemia, a fin de que no lleguen hasta Dios. Consiento en que me pierdan la consideración, con tal de que no toquen a su gloria».

Éste es el lenguaje de la perfecta humildad, del hombre que se ha entregado totalmente a Dios. Por otra parte, no desesperaba de aquel empeño cuyo primer intento acababa de terminar sin éxito. Suger pronto concibió la idea de una nueva Cruzada, de la cual hubiese sido jefe san Bernardo; la muerte del gran ministro deja en suspenso tal proyecto. Para la posteridad no cuenta tanto el desenlace de la Cruzada como la intención que había puesto en ella el santo. Si este hombre, que siempre tuvo miras tan amplias, la predicó con tanta fuerza, ¿cuál era la finalidad que perseguía? Se sabe ahora, y sobre todo después de los hermosos trabajos de René Grousset, lo que fueron las Cruzadas, y ya no se admite que hubiera sólo en su origen un fenómeno de exaltación popular. Aquellos entusiasmos sencillos sólo pudieron dar lugar a la catástrofe de la Cruzada de las pobres gentes. De hecho, aquellas expediciones suponían toda una retaguardia de arreglos, de intenciones políticas en que las miras más amplias y más espirituales podían mezclarse a pequeños cálculos a veces bastante impuros. El Papado, por una experimentada diplomacia, desempeñó un papel de primera importancia.

Pero para Bernardo la Cruzada es sólo la expresión de la cristiandad. Es un testimonio dado a la Comunión de los Santos. Es la manera de unir, incluso de identificar, en una gran gesta, Europa y la Iglesia de Cristo. y ésta es la idea-fuerza que dio el impulso a aquellas expediciones. Perdurará aún largo tiempo: sobrevivirá incluso al Renacimiento, puesto que los Papas soñarán en ello aún en el siglo XVI para repeler a los turcos de Europa. La misma idea expresará Juana de Arco en su célebre Carta a Bedford, cuando dice a los ingleses de cesar en la lucha fratricida, aquella guerra de secesión entre cristianos, para emprender con ella y sus franceses la gran obra común de reconquistar el sepulcro de Jesucristo.



XVIII

UN CRISTIANISMO DE CABALLERÍA

En las diferentes maneras de actuar de san Bernardo que acabamos de ver, ¿no se revelan a la vez en él las dos cualidades contrarias en apariencia y, sin embargo, complementarias: un imperioso idealismo y un sano realismo? Consideraba la exigencia espiritual estrechamente ligada a un conocimiento claro y preciso de los hombres. Sus monjes tenían que constituir la vanguardia de las tropas que servían a Dios y a la Iglesia; creía que los laicos también debían estar animados por el mismo ideal y las armas al servicio de la fe.

Cuando se ve vivir y actuar a Bernardo de Clairvaux, se presenta al espíritu una comparación: se nota en él un parecido asombroso, una afinidad profunda, con las grandes figuras en las cuales se ha encarnado en la acción el más alto ideal de la Edad Media; el monje blanco «que sólo tenía como armas las lágrimas y las oraciones» se nos muestra de un mismo linaje que un Godofredo de Bouillon o un san Luis. El hijo del señor de Fontaines no pierde nunca de vista el ideal que heredó de sus antepasados; bajo la cogulla del cisterciense, sus contemporáneos descubren la invisible armadura del caballero.

Varios hechos de su vida demuestran esta afinidad. Hemos visto que Suger pensó en confiarle el mando efectivo de una Cruzada; no habría sorprendido a ninguno de sus contemporáneos. Se le pidieron consejos para los preparativos estratégicos de la segunda Cruzada, consejos que ni Luis VII ni Conrado III siguieron. El fue también el que indicó a los príncipes alemanes la necesidad, para la cristiandad, de romper la amenaza de las tribus vándalas, aún paganas. Por otra parte, todo el cristianismo que predica es enérgico, conquistador; tiene algo de militar. La forma en que se dirige a María, la exquisita evocación de «Nuestra Señora», de la que se sirve al dirigirse, es un término del lenguaje feudal; se considera siervo de la Virgen y la sirve como un vasallo a su señor.

San Bernardo intentó encarnar este cristianismo viril, Soñó una orden que sería su viva realización en medio de la sociedad de su época: fue la orden del «Temple». En el concilio de Troyes, en 1128, al cual Honorio II quiso que asistiera Bernardo para que aportara su luz, fue encargado de fijar las bases de aquella milicia cuya misión sería la de defender Tierra Santa de las acometidas de los infieles. Hizo redactar los estatutos y escribió aquel Elogio de la nueva Caballería, en el que comenta con ardor el ideal de aquellos soldados de Cristo. El hábito blanco de los templarios recordaba asimismo que habían nacido del linaje de Citeaux. Sólo se añadió después la gran cruz roja. Al contrario de aquella caballería criticada por Bernardo, los monjes guerreros tenían que vivir como «pobres soldados de Cristo» en la renuncia y en la ascesis. Los escudos más antiguos de los templarios representaban dos caballeros montados en la misma cabalgadura, para recordar la virtud de la pobreza.

De esta forma, según san Bernardo, la caballería habría encontrado su expresión más total en unos hombres que representarían al mismo tiempo el más alto ideal temporal de la época: el del soldado intrépido dispuesto siempre a morir por la causa que sirve, y el más alto ideal espiritual del cristiano. La «nueva milicia» hubiera sido el elemento más perfecto, más actuante, de la sociedad, ya que en ella se hubiera realizado la unión de lo sagrado con lo profano. Al servicio de la Iglesia, y en particular de las grandes causas del Papado, aquella milicia hubiera sido de una eficacia extraordinaria.

Es sabido lo que ocurrió a la orden del Temple; cómo se convirtió en la especialista de la banca, cuyas encomiendas sirvieron de cajas de caudales; cómo concedió préstamos a los reyes y cómo su honradez comercial no estuvo siempre limpia de toda sospecha. De esta manera se degradan las cosas de los hombres. La tragedia en que se hundió la poderosa orden está rodeada de demasiados misterios para poder tener de ella una opinión imparcial. Debe hacerse, sin embargo, una observación: es el propio rey Felipe el Hermoso el que, en la triste historia del atentado de Anagni, dio la señal de rebelión de las potencias laicas contra la supremacía del espíritu e hizo pedazos aquella «milicia de Cristo», la cual, caída de su primitiva pureza, no dejaba por ello de ser el símbolo vivo de la fuerza sometida al espíritu. Los tiempos habían cambiado; las dos ideas principales del santo de Clairvaux estaban en ruinas y la época moderna se dibujaba en las tinieblas del futuro.

Los historiadores no insisten demasiado sobre este episodio de la vida de Bernardo. Sin embargo, podemos preguntarnos si no fue uno de los más fundamentales. En todo caso, ha tenido gran importancia para la leyenda que se formó, apenas muerto, alrededor de esta gran figura. En el ciclo de la «Búsqueda del Grial» es muy probable que los principales temas provengan de la tradición templaria. El caballero del Santo Grial, puro y desinteresado a la vez que heroico, ¿no es la literal expresión de «la nueva milicia» que había definido Bernardo? En el poema de Wolfram de Eschenbach, en una parte que está de acuerdo con la obra del poeta francés Guyot, Parsifal se convierte en rey de los templarios. El autor no cesa de admirar la orden del Temple y hace decir al ermitaño Trevizent: «¡Bienaventurada la madre que da a luz un hijo para tal servicio!» Muchos comentaristas se han preguntado si el prototipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha, no era Bernardo de Clairvaux.

Recordemos también que en el canto treinta y uno del Paraíso, para guiar a Dante en las regiones últimas de la eterna felicidad, Beatriz cede el sitio a «un anciano vestido al igual que la gloriosa familia». ¿Vestido al igual que la gloriosa familia? Se ha discutido si se trata de un término general aplicado a los Elegidos o más bien del hábito cisterciense o del manto de los caballeros del Temple, igualmente inmaculados. Pero algunos piensan que Dante pertenecía a alguna de las secretas tradiciones que sobrevivieron a la desaparición de los templarios. En todo caso, el guía que señala es el abad de Clairvaux.

«Para que realices perfectamente tu viaje», dice el anciano, «una oración y un santo amor me han llamado hacia ti. Con tus miradas, vuela por este jardín, pues al contemplarlo, tu mirada se llenará de más fuerza para elevarte hacia las alturas del divino rayo. Y la Reina de los Cielos, por quien me siento inflamado de amor, nos dará la gracia, ya que soy Bernardo, su siervo».



XIX

SAN BERNARDO Y EL ARTE DE SU ÉPOCA

Se ha visto la maravillosa influencia que ejerció el monje blanco en tantos aspectos. Hay uno, sin embargo, en el cual ésta ha sido muy discutida, o incluso se ha pretendido decir que fue perjudicial: el del arte. Han afirmado que desconoció la belleza y que, en aquella «nueva lucha de las imágenes» a que se lanzó, su papel fue el del necio hostil a cualquier esfuerzo estético. Expresada de esta manera, la tesis es inaceptable: la actitud de san Bernardo ante el arte se entiende sólo en función de su espiritualidad profunda, del testimonio que ha querido dar de Dios.

En el momento en que él aparece, Cluny domina la cristiandad occidental. Sus constructores trabajan en todas partes. Su tradición admite que la belleza ayuda a la oración y alaba a Dios en sus formas. Allí donde construyen los cluniacenses, se enriquece la ornamentación. Sobre las arcadas se dibujan los sabios adornos geométricos; en los arcos y en las cornisas abundan los detalles encantadores; los capiteles se convierten en fantásticos juegos de animales; en los pórticos, la escultura llena de reyes y santos dinteles y tímpanos. El interior mismo se enriquece con frescos. La cruz se adorna de esmaltes, de oro labrado, de pedrería. La obra maestra de aquel arte glorioso es Cluny, la basílica madre, construida por san Hugo; iglesia gigante de siete campanarios, de dos cruceros, con sus ocho columnas de mármol que sostienen el santuario y llena de objetos de inmenso valor, como el famoso candelabro de la reina Matilde de Inglaterra, que mide dieciocho pies de alto e ilumina el altar mayor.

Contra aquel lujo inaudito se levanta san Bernardo en la Apología. Considera inadmisible que unos hombres que han renunciado al brillo del mundo y que, para poseer a Cristo, han sacrificado todo lo que halaga los sentidos, estén rodeados de esplendores que sólo pueden ser causa de tentación. Condena, pues, «la inmensa altura de las iglesias, su longitud extraordinaria, la inútil anchura de sus naves, la riqueza de los materiales pulidos, las pinturas que atraen las miradas. ¡Vanidad de vanidades, más insensata aún que vana! La Iglesia brilla en sus muros, pero está desnuda en sus pobres; cubre de oro sus piedras y deja sin vestidos a sus hijos».

San Bernardo no fue el único en esgrimir argumentos en contra del fasto excesivo de los cluniacenses: Pedro el Chantre clamaba contra el abuso en las construcciones; Ruteboeuf, el poeta, se indignaba del lujo de los conventos, y Suger, benedictino, sin embargo, adoptó, después de su conversión de 1127, los mismos principios. Tenemos la prueba de que estas críticas conmueven las almas en estas palabras de un abad de Cluny que, visitando a Suger en su celda de Saint-Denis, exclama: «Este hombre nos condena a todos, pues construye, no como nosotros para nosotros mismos, sino para Dios».

Actitud de ascesis espiritual llevada al terreno de la estética. ¿El resultado es por ello feo? A esta pregunta contestan las admirables abadías cistercienses que se esparcen por todo occidente y que incluso en ruinas se nos imponen con una belleza serena, una sencilla elegancia que alcanza lo sublime: Fontenay, Pontigny, Fontfroide, Silvacane, Senanque y la bodega de Clairvaux, preservada de estúpidas destrucciones, y Boquen, que al resurgir de entre sus ruinas, ofrece la noble fachada de su sala capitular, y otras tantas hasta la lejana Alcobaca, en Portugal. Disciplina suave; ascetismo sensible, la misma «sobria embriaguez» que Bernardo quería para la vida interior está aquí, perceptible en todos los sitios, en aquellas naves de líneas perfectas, en las piedras ennoblecidas por la pureza sola de las formas, en los raudales de luz nacarada que, a través de vidrieras monocromas, no le añaden ningún elemento extraño, sino que le comunican un no sé qué de ligero y secreto que habla al alma más íntimamente que el color. Esta es una estética diferente de la que se expresa en las catedrales con una abundancia gloriosa, pero quién sabe si el arte cisterciense, negándose al conformismo fastuoso, no detuvo el gótico en la pendiente por la que más tarde caería: la de lo excesivo y gratuito, que dará lugar al «flamígero».

Además, las ideas de Bernardo se aplican solamente a los conventos. Siempre pensó que el arte «episcopal» (por oposición al arte «monástico») tenía que hablar a los ignorantes. Dijo que era conveniente recurrir «a los adornos materiales, para incitar a la devoción a las gentes carnales, sobre las cuales las cosas espirituales resbalan un poco». Lejos de despreciar la escultura y el arte de las vidrieras favoreció su desarrollo, pero no allí donde la preocupación espiritual tiene que dominar las almas; no allí donde moran los hombres que han renunciado a todo por Dios.

Las ideas de san Bernardo se difundieron por todo occidente. La ascensión de no pocos monjes cistercienses a las sillas episcopales ayudó a ello. En todas partes se alzaron monasterios de la orden, imponiendo ejemplos. Algunos especialistas, como el monje Teófilo, autor de una Summa sobre esta materia, el Ensayo sobre las diversas artes, se inspiraron de tal modo en él que pueden identificarse algunos pasajes del gran abad con algunos fragmentos de aquellos tratados.

Se ha preguntado incluso si su acción no fue más determinante en la evolución del arte de lo que anteriormente se creyó. r La renovación de la técnica que hizo evolucionar el arte en el siglo XII del románico al gótico, parece asociada a la obra de Clairvaux. El maestro de novicios de aquel convento, Achard, era el arquitecto inspector de las abadías de la orden, y el célebre Godofredo de Ainay, gran constructor si lo hubo, era un veterano del mismo monasterio. No pocos datos esenciales de la arquitectura gótica proceden de san Bernardo. ¿Acaso en nuestras catedrales se vería la capilla de la Virgen, en prolongación del coro, sobrepasar en importancia a todos los demás ábsides, si el monje blanco no hubiera extendido tanto la piedad mariana? En los símbolos de las vidrieras y estatuas, la influencia del gran simbolista se nota, inmediata, más clara aún que la de Suger o de Honorio, el sermonario de Autun.

Incluso en el detalle se distingue su trazo; asimismo una vidriera de Saint-Denis, de la época de Suger, muestra el carro de Aminadab llevando encima una cruz verde y arrastrado por los evangelistas, igual como lo describió san Bernardo. Se ha pensado si la representación, bastante frecuente, de Dios Padre sosteniendo en sus brazos abiertos la cruz con el Hijo, no es la transposición figurada del famoso sermón del cisterciense Jesús crucificado bajo el Padre y parece ser verdad que de su Discurso sobre la Pascua se sigue la costumbre del siglo XII de mostrar los detalles concretos de la Resurrección, el sepulcro abierto, la sábana inmaculada, el ángel levantando la losa. Lejos de haber sido un enemigo del arte, san Bernardo fue uno de sus difusores. Ha grabado, en este aspecto como en tantos otros, profundamente su sello en la cristiandad.



XX

LAS BODAS CON EL ESPOSO

Así fue Bernardo, francés de Borgoña, hijo de la Iglesia y santo de Dios. De esta misma forma se ven alzarse, en el transcurso de la historia, unas personalidades radiantes y significativas que expresan a la vez su época en lo que tiene de esencial y graban en lo más hondo de la sociedad de su tiempo el sello de su genio. Si se considera el misterioso acuerdo que existió entre el monje blanco y las aspiraciones de sus contemporáneos; si se cuentan los problemas en los que su actuación fue decisiva, el siglo XII debiera llamarse «el siglo de san Bernardo» más legítimamente aún que los que se llaman siglos de Augusto o de Luis XIV. Pero, si se mide la altura espiritual a que llegó el impulso que dio al cristianismo de su época, y que debía prolongarse hasta nuestros días, se ha de decir que su irradiación en el terreno de la historia no es nada comparada con la que posee su cara allí donde sólo resplandece la luz increada y donde toda figura es sólo el reflejo de Dios. Después de san Pablo, de san Agustín, un poco por debajo de ellos, pero no mucho, al lado de sus inmediatos sucesores en la tierra, san Francisco de Asís y santo Domingo, san Bernardo está a la cabeza de los más grandes héroes del cristianismo, es una de sus más altas cimas.

Este lugar que le concedemos, ya se lo habían dado sus contemporáneos. La gloria le rodeaba, a él, para quien ésta era sólo polvo. Las palabras con que le califica uno de sus biógrafos no son exageradas: «Las delicias de su siglo»; le querían, le agasajaban allí donde llegaba. En Milán estuvo a punto de morir ahogado por la muchedumbre entusiasta; en el Barrio Latino los estudiantes le aclamaban. Poco antes de su muerte, hallándose en Metz, tuvo que embarcarse en el Mosela para evitar la presión de las gentes a su alrededor. Desde la orilla, sin embargo, un ciego gritó que quería ser llevado hasta Bernardo, y desde otra barca un pescador le tiró el extremo de su capa para que pudiese ser de esta manera arrastrado hasta el esquife del santo. Cuando el santo murió, se tuvo que engañar al pueblo en cuanto a la hora de los funerales, por miedo de que algunos fanáticos vinieran a apoderarse del cuerpo para hacer reliquias de él.

Es natural que la contrapartida de esta celebridad fuese la mezquina envidia, el resentimiento. No se es impunemente Natán ante David, o Elías ante Acab; no se proclama la justicia y la verdad sin peligro. «Sé», decía él mismo, «que peleando contra los desórdenes irrito contra mí a las gentes desordenadas». Fue incluso denunciado al Sacro Colegio; recibió una carta del cardenal Haimeric muy poco amable, dirigida a «estos monjes que salen de los claustros para perturbar la Santa Sede y los cardenales». Pero no se conmovió con estos voceríos, aunque se hicieran oír desde muy arriba, y al Príncipe de la Iglesia contestó en forma irónicamente respetuosa que las voces discordantes que perturbaban la paz de la Iglesia le parecían ser las de las ranas vocingleras de que estaban llenos los palacios cardenalicios o pontificios.

Ni la muerte podría hacerle callar. Había herido a su alrededor a sus amigos y allegados. Sucesivamente, Malaquías, el gran irlandés; Suger, el ministro que él había acercado a Cristo; Thibaut, conde de Champaña, con el cual había peleado, pero al que quería como primer protector de su obra; Eugenio III, también, su hijo por el Espíritu, el Papa muy amado. Su salud decaía. Sin embargo, no aceptaba suavizar los rigores de la orden; en el convento o de viaje, vivía como el último de los monjes. Vencido por la fiebre, aún tuvo fuerzas para dirigirse a Lorena para una suprema misión pacificadora: un arbitraje entre el duque y los Messinos. Cuando llegó de nuevo a Clairvaux, estaba agotado.

Vio llegar la muerte con gran amor. Extenuado por su sufrimiento, su cuerpo parecía dejar su espíritu más vivo y su alma más ardiente. Había esperado aquel momento como el de la luz definitiva; a medida que se había sentido desfallecer físicamente, había escalado espiritualmente los últimos peldaños, y sus últimos sermones sobre el Oantar de los Oantares atestiguan aquel supremo esfuerzo. Iba a consumar sus bodas místicas: ¿cómo no tenía que estar lleno de gozo? Sobre su camastro, en su pobre celda, esperó en paz la visita del Esposo.

El día 20 de agosto de 1153, a las nueve de la mañana, se durmió en Dios. Tenía sesenta y tres años. «En el momento en que expiró», dice la crónica, «se vio aparecer a su cabecera la muy Misericordiosa Madre de Dios, su especial Patrona: venía a buscar el alma del Bienaventurado». Sus monjes, antes de depositar su cuerpo en la tierra, hicieron tomar su efigie mortuoria; de ella provienen todas las imágenes, en que vemos un Bernardo de mejillas hundidas, de arrugas profundas, pero cuya alta frente demuestra su inteligencia y cuya mascarilla irradia maravillosa pureza.

El impulso que había imprimido a su orden iba a durar, después de su muerte, igualmente vigoroso. Las abadías cistercienses continuarán surgiendo del suelo en abundancia, semilleros de grandes cristianos. Clairvaux dará a la Iglesia un papa, quince cardenales, innumerables obispos. ¿Cuántos grandes místicos se colocarán dentro de los surcos trazados por Bernardo? Guillermo de Saint-Thierry, Guerric d'Igny, Gilberto de Hoy, Alain de Lille, y Beatriz de Tirlemont, y Mechhtilde de Hackeborn y Gertrudis, y tantos otros. Antes de que se acabe el mismo siglo XII, habrán de ser escritas cuatro Vidas del santo; la Vita Prima, redactada por los amigos directos del héroe: Guillermo de Saint Thierry; luego Ernaud de Bonneval, finalmente Godofredo de Auxerre (alumno de Abelardo conquistado por Bernardo, del que fue secretario), es una mina de documentos escogidos con seriedad; el Liber miraculorum, rico en prodigios, prueba solamente hasta qué punto le amaron los contemporáneos de san Bernardo.

Hasta el siglo XVII, san Bernardo fue leído, estudiado, meditado. Para convencerse, sólo debe consultarse a Mabillon, que le llama «el último de los Padres». La Imitación de Jesucristo le debe mucho. Nicolás V, aquel Papa amigo de las artes, cuyo nombre permanecerá unido a los de Piero della Francesca y de Fra Angélico, hizo copiar el texto del De consideratione en lujosos caracteres. Bossuet, Pascal, Fénelon., se alimentarán en su pensamiento. Sin embargo, en lo sucesivo, su gloria se obscurece. ¿Es posible que, como a san Agustín, que conoció igual pérdida de favor, se le encontrara «demasiado jansenista», como decía Madame de Sévigné? Se resintió, sin duda, como el obispo de Hipona -e incluso como san Pablo-, de ciertas admiraciones comprometedoras, en particular de las de Lutero y Calvino: de La Consideración, decía el religioso dictador de Ginebra: «La verdad misma habla por boca de san Bernardo».

Le tocaba al papa Pío VIII, al hombre que decía no conocer otra política «que la del Evangelio», proclamar a Bernardo doctor de la Iglesia universal por el breve Quod unum, el día 23 de julio de 1830. Desde entonces, la gloria del nuevo doctor ha encontrado de nuevo su esplendor. Si, por desgracia, se mantiene desconocido para los niños de nuestras escuelas, que no pueden sospechar, por algunas cortas alusiones a su papel, su excepcional talla, está colocado ahora en su justo lugar, estudiado en innumerables libros, rodeado de veneración inmensa.



XXI

CUANDO LA O.N.U. SE LLAMABA CRISTIANDAD

En este año 1953, en que todo el mundo cristiano festeja a san Bernardo en el ochocientos aniversario de su muerte, la gloria que rodea su memoria nos trae al espíritu una pregunta: ¿Cómo y por qué, a fin de cuentas, aquel monje desarmado, sin otro poder de acción que el de su palabra intrépida, fue elegido árbitro de Europa y aceptado como tal por todos? ¿Cómo se explica la autoridad de aquel «hombre de Estado» que no tenía tras él ni Estado, ni ejército, ni diplomacia?

La respuesta es sencilla, pero nos adentra al mismo tiempo hacia el corazón de la realidad misma del mundo medieval y el drama esencial del mundo de nuestros tiempos.

Si la humanidad del siglo XII aceptó someterse a las reglas y juicios que le proponía aquel hombre, no fue sólo porque admirara sus méritos excepcionales, que ya hemos visto, sino porque veneraba en él a un santo. ¿y por qué lo veneraba? Porque veía en él a un testigo de Dios sobre la tierra, y la fe que llevaba en su alma le obligaba a admitir su autoridad.

Es esto lo esencial. La humanidad medieval tenía, como hemos visto, grandes defectos: violenta, a menudo cruel, de costumbres discutibles a veces, no por esto dejaba de tener sobre la nuestra una superioridad enorme: creía. Pensaba en Dios. Nunca un hombre del siglo XII imaginó por un solo instante la herejía más grande de nuestra época, la rebelión demoníaca de la criatura que pretende prescindir del Creador. En aquella época, Dios no estaba «muerto», según las palabras blasfemas de Nietzsche: era admirablemente vivo.

De allí partía todo. En el terreno de la moral, un hombre como san Bernardo podía invocar los principios del Evangelio en contra de los errores o crímenes, porque todos creían en aquellos principios y sabían que éstos dominaban sus vidas. Nadie ignoraba que, incluso si los transgredía, los mandamientos de Dios eran el alfa y la omega de todas las cosas, y que, según ellos, se pesaría un día en las balanzas de la Eternidad. Una cosa es dejarse llevar por la violencia, codicia o libertinaje porque se es un pobre hombre y se cede a su inclinación, y otra es negarse a aceptar que existe una ley superior y una autoridad sobrenatural para hacerla cumplir. Porque sus contemporáneos creían, el monje blanco podía atreverse a reprenderlos y llevarlos de nuevo por el buen camino. No carece de significado.

En el terreno político, ocurría lo mismo. Hemos visto a san Bernardo actuar en una Europa sacudida por violentas disputas, dividida por intereses y pasiones. Pero entre la de su tiempo y la nuestra existe una diferencia considerable. No había entonces estas rivalidades inexplicables entre naciones, estos odios encasillados y supercomprometidos dentro de las fronteras, que amenazan hacer estallar el mundo y hundir todas las naciones en el abismo. No existía lo que el mundo moderno llama «nacionalismo», que no debía empezar hasta principios del siglo XIV. Podían producirse guerras entre tal y cual soberano, pero no se traducían en dramáticos desafíos en los cuales cada una de las naciones en guerra sabe que se juega su destino. Incluso en plena guerra, un gobierno hubiera juzgado absurdo e ilegítimo arrestar en su territorio a los fugitivos enemigos y más aún prohibir a los comerciantes que continuasen sus negocios, con el fin de impedir el comercio con los enemigos. Tampoco existía ese lujo ridículo y vano de los pasaportes, visados, autorizaciones de moneda que constituyen el atractivo de los viajes en el siglo xx; un peregrino iba de París a Roma, de Chartres a Santiago de Compostela sin otro documento que su voto de peregrino...

Sí, en los siglos XII Y XIII existía verdaderamente Europa, y en aquella Europa actuó san Bernardo. Existía un sentido de fraternidad humana, de solidaridad de espíritus y almas, del que casi hemos perdido el recuerdo. Este internacionalismo era visible en todos los campos. Abundan los testimonios. Por ejemplo; en los nombramientos eclesiásticos, en que se había visto a un bienaventurado Lanfranc, piamontés, luego a un san Anselmo, valdotano, llegar a ser, uno después del otro, abad de Bec Hellouin en Normandía, luego arzobispo de Canterbury en Inglaterra, en sentido contrario se vería a Juan de Salisbury, inglés, llegar a ser. obispo de Chartres. En el terreno intelectual, sucedía lo mismo. En las grandes escuelas, más tarde en las Universidades, maestros de todas nacionalidades eran requeridos para enseñar a alumnos llegados de todos los países: en París, por ejemplo, se veía en las cátedras a un san Alberto Magno, alemán, a un santo Tomás de Aquino y a un san Buenaventura, italianos, a un Sigiero de Brabante, belga, y muchos otros. Todos los espíritus superiores de Europa no necesitaban para entenderse este sistema de cascos de escucha ni de traducciones simultáneas que, en nuestras O.N.U., U.N.E.S.C.O. y otros organismos internacionales, evidencian el babelismo de nuestra época, ya que todos hablaban una lengua internacional: el latín.

Existía una Europa que poseía un espíritu común, un alma común, que emprendía comúnmente, bajo el impulso de su jefe espiritual, el Papa, aquellas grandes operaciones que se llamaban Cruzada a Tierra Santa o Reconquista de España. Una Europa lo mejor de la cual se expresaba en una forma de arte múltiple y variada como sus miembros, pero única en su principio: la catedral. Aquella Europa tenía un nombre: Cristiandad.

Es la última palabra que se ha de decir. San Bernardo, porque era un santo, pudo actuar en su época en la forma vista. Si pudo hacer oir su voz por encima del clamor de los odios y de los intereses opuestos, es sencillamente porque aparecía, a los ojos de sus contemporáneos, como el vivo heraldo de la cristiandad, la encarnación de su conciencia colectiva. La idea cristiana, la fe en Dios hecho Hombre, muerto y resucitado, era entonces tan viva, dominaba tan totalmente las almas, que en verdad toda la sociedad llevaba su señal: viendo vivir a san Bernardo, se siente hasta qué punto aquel ideal de un mundo ordenado por el Evangelio era eficaz; se descubre que solamente él responde a la inmensa y confusa espera de las generaciones.

En Florencia, en una de las paredes de la sala capitular de Santa María Novella, hay un fresco ante el cual la. mayoría de los visitantes pasan deprisa, pero que cada vez que lo miro me invita a una larga meditación. Se le llama corrientemente el fresco de los «Perros de Dios», a causa de aquellos canes con manchas blancas y negras que se ven en la parte baja, librando batalla con una manada de lobos. Pero aquel fresco, a mi modo de ver, significa mucho más que la lucha llevada a cabo por los Domini Canes, los dominicos, contra los pecados y herejías que rodean sin cesar la pobre humanidad. Es la imagen exacta y completa de la idea que podría hacerse de su época un hombre de la Edad Media, del orden de una sociedad enteramente orientada hacia Dios.

Miradlo bien. En primer término se halla el Papa, revestido de su serena majestad, visible, representante de las potencias de lo Alto. A su lado, el Emperador, casi igual de alto; pero que sostiene en sus manos una calavera, para mostrar claramente que las dominaciones de la tierra son mortales, mientras que la autoridad del Vicario de Cristo no es perecedera. A cada lado se ordenan, en una jerarquía estricta, los oficios religiosos y las dignidades laicas, cardenales, obispos, doctores a la derecha; a la izquierda, reyes, nobles y caballeros. En la parte baja está el rebaño anónimo de los fieles; de todos los que en la tierra cumplen su destino de hombres en medio de las dificultades y los peligros de cada día. Allí están representadas todas las categorías sociales; todas tienen su sitio previsto, todas tienen su papel que representar. ¿Cuál? La obra lo dice con dos símbolos impresionantes, un doble papel: concretamente, con los medios humanos, edificar la Iglesia de la tierra, la asamblea de los bautizados, cuyo símbolo sensible es, en último término, la joven cúpula de Santa María de las Flores. Y, sobrenaturalmente, participar de la Iglesia mística, superar las miserias y bajezas de la tierra y subir por el arduo camino de los elegidos, hasta el trono donde reina el Cordero.

Este fresco lo pintó su autor, Andrea da Firenze, a principios del siglo XIV, unos doscientos años después de san Bernardo, en una época en que, por una trágica paradoja, ya había dejado de corresponder enteramente a la verdad. Pero no se puede dudar de que el ideal que expresaba era el mismo que había animado a la humanidad cristiana durante tres siglos, quizá los más bellos de su historia: el ideal de la cristiandad. Esta imagen grandiosa es la que han perseguido e intentado realizar los santos en la tierra: san Bernardo igual que san Anselmo, san Francisco de Asís igual que santo Domingo, san Buenaventura igual que santo Tomás de Aquino. En esta perspectiva todo era claro, todo era lógico. La humanidad se veía a sí misma dentro de un orden estricto, sometida a leyes justas. La aventura mortal no era ni absurda ni desesperada. Todos sabían por qué vivían, trabajaban, sufrían, tenían que morir. Se proponía un orden a la tierra, que era como una promesa del orden inefable del cielo.

Imagen grandiosa, en verdad, y que la humanidad puede considerar con nostalgia cuando ha perdido el sentido del porqué y del cómo, cuando intenta en vano encontrar de nuevo sus jerarquías y cuando el abandono de aquel ideal se traduce en un caos trágico. Cierto que, tratándose de historia, los pesares y las nostalgias son vanos: el tiempo no vuelve atrás. Pero está permitido considerar con admiración a la luz de los sucesos por nosotros conocidos, la época en que la O.N.U. se llamaba Cristiandad.





PARA CONOCER A SAN BERNARDO



I

LOS TESTIMONIOS

Se da una oportunidad al que quiera estudiar a este hombre prodigioso, una oportunidad que no es frecuente para sus contemporáneos. Poseemos gran número de textos suyos y que tratan de él; su vida, su acción y su obra nos son más accesibles que la de muchos otros hombres ilustres de la Edad Media.

Sus cartas deben colocarse en primer término entre estos documentos preciosos; se conservan poco menos de quinientas de ellas. Ya mientras vivía eran consideradas como obras fundamentales, ya que varias de ellas fueron publicadas. Cada una constituye un testimonio singularmente sugestivo. Bernardo, que las dictaba con extremada minucia, se revela en ellas por entero, caluroso, enérgico, violento a veces, irónico e incluso parcial; pero, por apasionado que fuese, se movía únicamente por la preocupación de servir a Dios y a las almas. ¿A quién se dirigen estas cartas? A todos, a todos los grandes hombres de la época, a los Papas, a los emperadores, a los reyes, a los duques, a los cardenales, a los sacerdotes, a los profesores, a los filósofos. A cada uno sabe decirle lo que conviene. Para cada caso tiene una solución preparada, un consejo que dar, si es necesario, una amonestación que hacer. Nos quedamos confundidos ante la variedad de problemas que se le plantearon y aún más ante la inteligencia que emplea en resolverlos. Presencia de espíritu, valentía, actividad incansable, seguridad en el juicio; sin cesar se tendría que utilizar dichas palabras para caracterizar a Bernardo tal y como se nos muestra en sus cartas.

El segundo conjunto de documentos está constituido por sus sermones. (Fue tanto un epistolario como un orador abundante.) Se conocen de él cerca de doscientos cincuenta sermones.

En cuanto a su vida, antes de que terminase el siglo XII, ya había tentado la pluma de cuatro escritores. Entre todos estos biógrafos bien intencionados, no todos tienen igual valor. La cuarta de estas Vidas de Bernardo es legendaria; la tercera, sólo una colección de fragmentos; la segunda es un resumen de la primera. Lo que hace que el verdadero documento, el único de interés fundamental, sea la Vita Prima, cuyos cinco libros fueron redactados por amigos directos de Bernardo, mientras vivía o poco tiempo después, en el pleno brillo de su gloria, pero de ninguna manera sin método ni precaución. Guillermo de Saint-Thierry, del cual es el primer libro, conoció muy pronto al fundador de Clairvaux y parece haber pensado en seguida en hacer de biógrafo del gran hombre; se rodeó de documentos, de testimonios, y si, al morir en 1147, dejó la obra inacabada, por lo menos había fijado los métodos y proporcionado el modelo. Ernaud de Bonneval la continuó; él es quien, especialmente, da noticia del asunto, tan curioso, del cisma de Anacleto y de la intervención de Bernardo en él. Los tres últimos libros fueron compuestos por Godofredo de Auxerre, una «conquista» del santo; antiguo discípulo de Abelardo, se convirtió en secretario de Bernardo en 1140 y no sólo se hizo biógrafo suyo, sino también editor, ya que a él se debe la primera colección de cartas y obras diversas que constituyen la Vita Tertia.

Además de este documento, de un valor inestimable, existen otros que merecen menos confianza. El mismo Godofredo de Auxerre, espíritu prudente, parece ser que eliminó de entre los manuscritos revisados por él gran número de profecías y milagros atribuidos a Bernardo. Los hagiógrafos de la época abusan, ya se sabe, de lo maravilloso y unos discípulos llenos de ardor bien pudieron inventar fábulas en torno a una existencia que no necesita, sin embargo, de lo fantástico para ser sobrenatural. El Liber Miraculorum, que nos ha sido transmitido después de la Vita Prima, colección de testimonios sobre hechos extraños que se habrían producido en 1146-1147, cuando fue predicada la Cruzada en las regiones renanas, abunda en curaciones de ciegos, de mudos, de sordos y de lisiados. No se puede, sin embargo, revocar todos estos hechos extraordinarios pues Bernardo mismo, tan modesto al hablar de sus dotes, reconocía en el final de su vida que Dios le había dotado de potencias extraordinarias, y la voz unánime de sus contemporáneos lo consideraba un taumaturgo excepcional.

En resumen, san Bernardo se nos presenta como uno de los personajes mejor conocidos de la Edad Media francesa.



II

OBRAS PRINCIPALES

Sobre san Bernardo, el libro más completo sigue siendo, aunque ya antiguo, el de Vacandard, Vie de Saint Bernard, Abbé de Clairvaux, 2 vols. París, 1895, resumido en un pequeño volumen, París, 1904. Más reciente y no traducido aún al francés, el de W. Williams, Saint Bernard of Clairvaux, Manchester, 1935, es igualmente detallado. Véase también G. Goyau, Saint Bernard, París, 1927; P. Mitere, Saint Bernard de Clairrvaux, au moine arbitre de l'Europe au XIIe. siècle, Genval, 1929; las Memorias de «L'Ass. Bourguignonne des Sociétés Savantes», Saint Bernard et son temps, Dijon, 1928, y el libro de las Fiestas del Centenario de la proclamación de san Bernardo, doctor, abadía de Citeaux, 1932. Con motivo del octavo centenario de su muerte, varias obras están en preparación o acaban de publicarse, una de Calmette y una de E. Pognon.

Para leer los textos mismos de san Bernardo se dispone de gran número de colecciones de fragmentos escogidos, muy bien hechas, por Vacandard, París, 1904; Béguin et Zumthor, Friburgo, 1944; Dom Alexis Presse, París, 1947; M. M. Davy, 2 vols., París, 1945 (precedidos de un prefacio excelente); Gilson, París, 1949; de Dom Jean Leclercq al final de su libro citado a continuación. Señalamos muy especialmente la traducción excelente de La Consideración, de Pierre Dalloz, Grenoble, 1945.

Las obras consagradas a la espiritualidad de san Bernardo son extremadamente numerosas (sin olvidar los capítulos que le están dedicados en los libros citados en el anterior capítulo: Vernet, Cayré, Pourrat, etc.). He aquí las principales: G. Salvayre, Saint Bernard, maître de vie spirituelle, Avignon, 1909; E. Gilson, La Théologie mystique de Saint Bernard, París, 1934 (obra de gran calidad); Dom Jean Leclercq, Saint Bernard Mystique, París, 1948; canónigo Despinay, L'ame embrasée de Saint Bernard, París, 1950; J. Ch. Didier, La dévotion a l'humanité du Christ dans la spiritualité de Saint Bernard, París, 1929; R. P. Aubron, L'oeuvre mariale de Saint Bernard, París, 1935. Sur Saint Bernard et le recrutement de Clairvaux, véase el estudio de Dom Anselmo Dimier, «Revue Mabillon», abril-junio 1952. Finalmente, sobre un punto particular de la actitud del santo ante el arte, se consultarán las obras de arte medieval citadas en el capítulo X, en particular las de Emile Male y de L. Lefrancois Pillion, y se estudiarán los trabajos, extraordinariamente interesantes, de Anne-Marie Armand, Saint Bernard et la Cathédrale gotique, París, 1943; Saint Bernard et le renouveau de l'iconográphie au XIIe. siècle, París, 1944; Les Cisterciens et le renouveau des techniques, París, 1947.

NOTA. - El texto que se acaba de leer, especialmente escrito para la colección El Libro Cristiano, toma en grandes líneas pasajes de La Iglesia de la Catedral y la Cruzada, de la larga introducción a los Fragmentos escogidos, establecidos por el Rvdmo. Dom Alexis Pressse, Los más bellos textos de san Bernardo (edición de la Colombe), así como la conferencia pronunciada en Roma, en diciembre de 1952, en el Aula Magna de la Universidad Gregoriana, con el título Cuando un santo arbitraba Europa. Este texto ha sido revisado y puesto al día por el autor.

(tomado de la página http://www.curas.com.ar/, textos: Rops, Daniel - San Bernardo)